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Mons. Alberto Cuevas Fdez.

Álvaro Cunqueiro, “o creedor”

Revolotean con frecuencia en mi cabeza, por ser este un año de efemérides cunqueirianas, los encuentros con don Álvaro con ocasión de las asambleas de la Asociación de la Prensa viguesa. Y me recreo gozoso reviviendo un gesto que él reiteró en varias ocasiones: me tomaba del brazo y me llevaba con disimulo hasta la presencia de Castroviejo para espetarle entonces en voz alta: “A ver, Jose María, dinos xa cándo facemos esa comida de torcaces en Tirán a que nos invitaches ao páter e mais a min.” Tal invitación, lo suponían todos, era realismo mágico cunqueiriano, pero el apuro que provocaba en Castroviejo le divertía muchísimo a él y a la concurrencia, que reíamos satisfechos las bromas de los dos buenos amigos.

Más presentes aún se me hacen, sin embargo, las numerosas e intensas conversaciones con el primero y más cercano biógrafo de don Álvaro, el amigo José F. Armesto Faginas, que tuvo la delicadeza de darme a leer, antes de su publicación y en barbecho, algunos capítulos de su libro, y particularmente el trece, que quiso dedicar a la fe y a las creencias religiosas de su admirado maestro y director de FARO. Vino a mí Armesto como el amigo que solicita un nihil obstat de confianza, porque –lo comentamos detenidamente–, él necesitaba garantizar que el retrato que hiciese de don Álvaro como creyente no lo dibujase ni como un beato santón, un anticlerical irreverente, un incrédulo escéptico y panteista o un devoto indocumentado y supersticioso. Por ello creía necesario pulir expresiones o citas que hiciesen creer lo que para nada había sido Álvaro Cunqueiro, pues en la biografía, me dijo, se debería subrayar su propia definición: “Un gran creedor”. Él lo reiteró: “La idea de un Dios Todopoderoso, Creador, me es familiar intelectual y sentimentalmente”. De ahí que debería hacerse manifiesto también el sentido cristiano de la vida que configuró su existencia, como contestó en FARO DE VIGO a una crítica que se le había hecho desde “La Noche”: “Ante una pretendida filosofía del Absurdo, yo afirmaba, inocente, saber quién soy, de dónde vengo y a dónde voy”.

“No hay hombre más feliz ni más dueño de sí mismo y del mundo que el hombre que humildemente se arrodilla y reza”, manifestó el escritor

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Resumiendo mucho, escribe Armesto: “Álvaro se declara esencialmente religioso y a preguntas de Mª Luisa Brey le manifiesta que cree en Dios, en la Iglesia, en el culto de los santos… Y creo sobre todo en el poder de la oración. Creo que cuando un hombre reza convoca fuerzas de las que no tenemos ni idea. No hay hombre más feliz ni más dueño de sí mismo y del mundo que el hombre que humildemente se arrodilla y reza. Yo soy un rezador”. Y a José Mª Gironella en el libro-encuesta Cien españoles y Dios, dará esta respuesta en el mismo sentido: “Cuando rezo llego a tener la convicción de que el mundo entero, desde las estrellas a las cosechas, puede ser recreado y destruido por el hombre que ora. El hombre que reza siempre será un hombre libre”.

Y aunque a Mª Luisa Brey le confesó que su fe es “como la de una de esas viejas que están acurrucadas junto al altar rezando”, yo creo que lo dijo por pura envidia de tanta devoción. Con notable confianza en la oración de súplica a Dios, a través de la intercesión de los santos, manifiesta con mucho realismo y cierta ironía galaica que él le reza: “A Santiago, porque es nuestro patrón; san Roque por su juventud, y san Expedito, porque es abogado de las decisiones rápidas, y a mí me cuesta mucho trabajo decidirme”.

Dejo a un lado sus rebeldías de juventud contra tantos estereotipos tradicionales y también religiosos –¿y quién que sea intelectualmente curioso no las ha tenido?–, y subrayo por el contrario su ansia de formación teológica y puesta al día, ya que, como precisa X. Chao Rego, “su fe no fue la fe del carbonero”. Los amigos destacan que como católico sencillo, sincero y hombre de letras dialogaban acerca de las inquietudes de su época y de las preocupaciones y avatares de la iglesia de entonces, que fueron la posguerra, los albores del Vaticano II y el posconcilio. Será Vicente Risco quien le introduzca en la lectura de los grandes teólogos de aquel tiempo –cuyas opiniones acertadas y chirridos intelectuales comentó en largas caminatas con Mons. Argaya, obispo de Mondoñedo–, citando entre otros a Teilhard, H. Küng, R. Guardini, Congar… Seguramente por eso, más tarde, en los doctrinalmente confusos años de la era posconciliar, pedirá también como tantos hicimos entonces, sensatez y serenidad. Cómo agradeció sin rubor la publicación del lúcido libro Teología y sensatez, de F.J. Sheed diciendo: “Permítaseme a un hombre tan humilde como un servidor, confesar su desconfianza ante los teólogos y su sensación, acaso infundada, de que han complicado mucho las cosas de Dios en tiempos pasados (…) y las están complicando en el presente”.

Termino con el testimonio de un gran amigo de Cunqueiro y familia, deán de la catedral de Santiago, quien apunta describiendo la habitación de Álvaro: “Me sorprendió junto a la cabecera y sobre leve repisa una pequeña imagen de la Virgen y en la misma repisa junto a la imagen, un pequeño ejemplar de los Evangelios, edición bolsillo de la BAC, bastante usado”.

Un hombre que bebía habitualmente en la fuente limpia del mensaje de Cristo y dedicó cada noche su última mirada a la Virgen fue en verdad un testigo creyente, un gran creedor como él se definió.

*Sacerdote y periodista

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