Según el Diccionario de la RAE, nuestra lengua prevé dos términos: anti y anti-. El primero (sin el guión) es un adjetivo que significa opuesto o contrario, mientras que el segundo es un prefijo, por tanto, un vocablo que precede a otro formando entre ambos una nueva palabra, que significa “opuesto” o “con propiedades contrarias” respecto de la palabra que le sigue. El Diccionario pone como ejemplos, del primer anti Anticristo y antipútrido, mientras que de anti- no pone ejemplo alguno. De ambos vocablos el que ahora me interesa es anti- porque es el que prolifera, revelando con ello que crecen los antagonismos.

Desde que nacemos tiene lugar el desarrollo simultáneo del cuerpo y del espíritu, precisando una alimentación específica para cada uno: para que crezca nuestro cuerpo necesitamos nutrirlo con comida y para que progrese nuestro intelecto es también absolutamente necesario vigorizarlo con ideas y conocimientos. Ambas actividades, mantener el cuerpo y el alma, van indisolublemente entrelazadas, y caminan juntas mientras vivimos y cumplimos años. El origen de estos dos elementos es asimismo simultáneo, ya que el cuerpo y el alma los origina el nacimiento del ser humano; y ambos continúan tan unidos como un cuerpo y su sombra hasta que llega la muerte, que también comparten de un modo inevitable: desde que esta acaece deja de haber vida y queda fijado definitivamente el tiempo que duró.

Pues bien, la proliferación de los anti- es una consecuencia de una inadecuada alimentación del alma. Es una especie de obesidad mórbida espiritual causada por nutrir nuestro espíritu con sentimientos tan insanos como la envidia, el rencor, el resentimiento y el odio. Ingredientes que acaban por conformar un espíritu intolerante, intransigente y fanático.

Muchos de ustedes sabrán que don Miguel de Unamuno dijo que “la envidia es la íntima gangrena del alma española”. Y conocerán también que Rafael Sánchez Ferlosio, en un artículo titulado “el mito de la envidia”, publicado en el diario “El País”, sostuvo que decir que la envidia es el pecado nacional es un tópico cargante, barato y completamente falso. Y añadió que más que envidiosos lo que hay es muchos que se sienten envidiados, es decir, gente que necesita por alguna razón egocéntrica sentirse y quejarse de que se les envidia, algo que podría llamarse con toda propiedad >.

Sea de esto lo que fuere, lo que no puede negarse es que actualmente el pueblo español tiende a polarizarse entre dos extremos: el pro y el anti-. En el orden lógico en que suceden las cosas, los espíritus son conducidos primero hacia la versión favorable o pro de un sentimiento, una creencia, o una idea. La cual al ser la primera en surgir carece durante algún tiempo de anti- que es la idea contraria y contradictora. Es decir, nacida la idea pro está durante algún tiempo sola hasta que no cristaliza la idea anti-.

Cuando la idea pro se ha asentado sólidamente en un círculo extenso de personas suele surgir una visión crítica de la misma que intenta desprender las adherencias en exceso laudatorias que reciben nuestras mejores ideas y creencias. Pero una cosa es rebajar el exceso de entusiasmo que recibe un pensamiento y otra, muy distinta, que se trate de inculcar en el alma un exceso de ponzoña que intente destruir hasta la parte buena de la idea o creencia criticada.

Si el entusiasmo por algo desborda los límites de la mesura, lo acertado no es reaccionar oponiendo una idea completamente contraria también exagerada para que choquen violentamente

Lo que se quiere decir es que si el entusiasmo por algo desborda los límites de la mesura, lo acertado no es reaccionar oponiendo una idea completamente contraria también exagerada para que choquen violentamente. Me refiero a las versiones profundamente antitéticas de una idea pro, ya asentada, que suelen desembocar en un enfrentamiento, incluso violento, con ella.

Como puede que sea excesivamente abstracto lo que antecede, aunque puede haber muchos otros, me voy a servir de un ejemplo para aclarar lo que sostengo. Voy a centrarme en una cuestión polémica y complicada: la transición democrática (idea pro) y el intento de liquidación del llamado régimen constitucional de 1978 (idea anti-).

Todos sabemos que la Guerra Civil la ganó uno de los bandos contendientes, y que durante la posguerra lo pasaron mucho peor los perdedores que los ganadores. A la muerte del dictador se plantea cerrar definitivamente el período autocrático elaborando democráticamente una Constitución de todos y para todos que rija la convivencia futura de los españoles. Y el pueblo español de entonces, representado por las distintas fuerzas parlamentarias, haciendo uso de una extraordinaria generosidad, decide aprobar una Constitución que consolida un Estado de Derecho que asegura el imperio de la Ley como expresión de la voluntad popular.

Esta es la idea pro de la Transición, que aún con críticas parciales sobre algunas cuestiones, fue asumida por la generalidad de la ciudadanía durante bastantes años. A partir de un momento determinado se genera la idea anti-transición que propugna una revisión de todo lo actuado al discutir el origen no democrático y franquista de algunos de los intervinientes.

Esta idea anti-transición ignora que no hay vuelta atrás: si se volviera hipotéticamente a 1975 la solución que habría sería volver a enfrentarnos de nuevo u organizar una convivencia democrática entre todos los españoles; obvia asimismo que las partes entonces en conflicto conocían sus propias fuerzas y que sabían también que un nuevo enfrentamiento sería la peor de las decisiones posibles. Por eso, no les fue difícil llegar a la conclusión de que, para acabar de una vez para siempre con el enfrentamiento, había que transigir, lo cual suponía para cada parte abandonar su posición originaria y ocupar una nueva para que ninguna de ellas pudiese recuperar más tarde lo que había cedido a la otra en 1978.

El resultado final de ese compromiso fue la Constitución, la de 1978, que al consistir en una verdadera transacción, eso sí política, solo podría modificarse de común acuerdo, lo cual exige hacerlo a través del propio sistema de reforma prevista en nuestra Carta Magna.