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Miqui Otero

Revuelta a los noventa

Después de años y años analizando el presente a través de la miseria moral y económica del franquismo o del trampantojo cultural de la Transición, parece que por fin alguien ha bendecido la posibilidad de hacerlo a través de lo ocurrido a principios de los noventa. No es que lo primero sea malo: aún harían falta más novelas (buenas) sobre la Guerra Civil y más ensayos sobre la infancia de la democracia. Pero hasta ahora cualquier revisión de ese otro pasado más reciente era despachado con la etiqueta de ‘pop’, definido como quincalla costumbrista o reducido a ejercicio generacional o nostálgico.

El triunfo en los Goya de ‘El año del descubrimiento’ y ‘Las niñas’, que vuelven a esos años bajo la luz de lo colectivo o de lo íntimo, viene a apuntalar lo que lleva sucediendo durante los últimos meses.

En estas películas, por ejemplo, se fuma en el bar mientras suenan las tragaperras. Se rebobinan casetes recopilatorios con un boli Bic. Se descubre el placer con el porno codificado de Canal +. Hay todo eso, claro, como siempre ha habido trazas generacionales en la buena escritura, detalles que además suelen estar preñados de un simbolismo que no van berreando, pero no hay solo eso. Lo que hay, en definitiva, es ese intento por ir más allá del rescate ‘Yo fui a EGB’, para detectar cómo se solapó sueño de futuro y pesadilla pasada. Cómo crecimos demasiado rápido, como por una ‘febrada’, y eso nos volvió más torpes. Cómo ese país se veía con el traje nuevo europeo mientras se desmantelaba el tejido industrial. Cómo se emborrachaba ajeno a la idea de resaca. Cómo se liberaban los cuerpos y los comportamientos a través de la cultura pop (ese destete de Sabrina), mientras en las casas aún había tapete de ganchillo sobre la tele y crucifijo en la pared. Somos, claro, la generación que se cambiaba en el ascensor, que guardaba en casa las rémoras que quería orear fuera, en la calle. Somos los que escuchamos el traqueteo de interferencias por llevar en la misma mochila el primer móvil y el último Walkman, los primeros que viajamos en el mismo verano al pueblo en el coche familiar y al extranjero en las líneas ‘low cost’, los que nos pensamos liberados de la moral católica e incluso de la idea de clase trabajadora (así fue). Los que fuimos adolescentes cuando nuestro país lo era. Los que aprendimos tarde que lo barato saldrá caro, sí, pero que es lo que se puede comprar.

Por eso han surgido tantas obras de treintañeros que por fin se tienen en cuenta (para repasarlas, recomiendo el indispensable artículo sobre este tema de Jordi Costa en ‘El País’). No quiero ser juez y parte, pero eso es lo que intentaba con mi última novela: el personaje es un niño que abre los ojos al mundo durante el verano olímpico (con su juego de astucias políticas y de trampas económicas, con esa fe acrítica y ese entusiasmo infantil y colectivo, bonito al tiempo que insensato) y encaja los rigores de las verdades adulta meses después de los atentados de las Ramblas. Somos la flecha que encendió el pebetero, pero que en realidad pasó de largo.

La protagonista de ‘Las Niñas’, envuelta en esa nube de tufo a sacristía, aprende a no callarse en el coro de alumnas de monjas, a cantar aunque le digan que no lo haga. Ese otro personaje de ‘El año del descubrimiento’ sueña que tiene la mano blanda, que no puede golpear con fuerza a los fascistas que lo asaltan en una pesadilla, hasta que despierta y ve que sí puede hacerlo. Y hay que celebrar esos despertares (esas revisiones críticas y bellas) de esta generación, que es la mía, sin silenciar ni abaratar, por una vez, los de la que viene detrás.

*Escritor

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