Faro de Vigo

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Tal vez como consecuencia de un ancestral atavismo, he de reconocer que caigo con frecuencia en una indisimulada querencia hacia quienes dedican su vida a la inmensa tarea de instruir, de educar, de formar; en definitiva, de abrir un horizonte cada vez más ignoto a una juventud a la vez exigente y exigida. Que lo ha sido siempre, desde el momento en el que la particular naturaleza de cada individuo debe ser incorporada a una sociedad en permanente cambio, y esto implica acomodar las infinitas sensibilidades a un mundo complejo, contradictorio en ocasiones, pero también dinámico y maravilloso, en el que todos hemos de tener un espacio reservado.

Si en la familia recibimos el legado de unos principios y unas pautas de comportamiento que aún de manera imperceptible han de inspirar necesariamente nuestra vida, la escuela será el complemente indispensable y el lugar que nos permita descubrir la grandeza del saber. También la inmensidad de la duda, pues, como rezaba el anónimo proverbio, cuanto más sé, más dudas tengo. Hasta el gran Sócrates llegó a exclamar aquel “solo sé que no sé nada”. De ahí la importancia del buen educador. Esa persona que cada año tiene un año más, mientras sus alumnos tienen siempre dieciocho. Cómo no va a conquistar nuestra comprensión y benevolencia esa permanente respuesta a la exigencia, esa constante invitación al estudio a la que cada día responde el diligente maestro con dedicación y esfuerzo.

Y es que, permaneciendo inmutable el deseo de saber y la obligación de prestarlo, cada día es más ardua la tarea de llevar de la mano a las nuevas generaciones por los escarpados caminos de las ciencias y las letras. Pues son más proclives a ser estimuladas que a recibir una instrucción. Recordemos, además, que el niño al convertirse en alumno es todavía un militar consentido y a la vez con mando en plaza, por lo que abordar su alcazaba exigirá sabiduría, pero también constancia, tenacidad y obviamente una gran dosis de paciencia.

Convengo por ello que la educación ha de ser una inapelable convergencia de voluntades y esfuerzos de enseñantes y educandos, pero también de toda una sociedad que aspire a la excelencia. Y no tengo seguro que en nuestro país la contribución iguale a la exigencia. Somos más de reivindicar que de ofrecer, aunque nos desnude la sinrazón o el desdoro.

Acude a mí el pensar si la creciente brecha que el tiempo acaba por abrir entre profesor y estudiante, no sea la misma que aprecio entre mi primera generación y la que hoy habito, y de la que empiezo a sentirme un incómodo y desconcertado invitado.

Era mi promoción la de gentes que amaban a conciencia y corazón, sin dobleces ni esperas. A su familia, a sus amigos, a sus gentes, su país, su himno, sus colores; pero sin abdicar jamás de la aspiración a una sana y abierta convivencia.

Acude a mí el pensar si la creciente brecha entre profesor y estudiante no sea la misma que entre mi primera generación y la que hoy habito

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Era mi promoción la de gentes que sentían. Que sentían el orgullo de ser de pueblo, gallegos o de otra comunidad, pero también españoles. De pertenecer a una tierra que, aún con sus luces y sus sombras, bastante menos que otras, tanto esfuerzo y saber había ofrecido al mundo. Sin renunciar por ello, y menos apostatar, como a tan menudo vemos, de nuestra historia y también de quienes hasta aquí nos han traído.

Era también mi promoción la que gentes orgullosas. Con ese orgullo de ser parte de una cultura y una tradición grecorromanas, pero también veteadas de las más variadas, ricas y hasta crueles experiencias. Que de todas ofrecemos un denso y vivo testimonio.

Era mi promoción la de gentes sin odio ni rencor. Gentes que, nacidas en los estertores de una dura postguerra, se fueron abriendo camino con coraje y decisión, pero sin rechazos ni aversiones según fuera la cuna.

Era además mi promoción la de gentes ávidas de compartir esta maravillosa vida, sin banderías ni tribus. Gentes para quienes la diversidad era un orgullo y, la otra, una amistad a conquistar.

Era en definitiva mi promoción la de gentes conscientes de que no hay más revolución posible que la del trabajo bien hecho y el éxito compartido.

Aunque, llegados a este punto y advertidas las perversidades y sinrazones que tan a menudo nos ofrece el momento, he de reconocer que tampoco soy de excluir que sean en mi conciencia prefacio y obertura de estar encarando esa sorprendente edad del “que bien te encuentro”.

A falta de manual, del que la Divinidad se olvidó de proveernos, cuánto bien nos haría el buen consejo de aquél sabio profesor.

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