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Marta Gándara

Si no es ahora, cuándo

Lloramos poco. Sea una vez al año o dos veces por semana, lloramos poco. Hace unos meses escuché a una niña de apenas nueve años, concursante de MasterChef junior, decir: “Yo creo que lo mejor que puedo hacer ahora es llorar, porque así ya habré llorado, y luego me quedará tiempo para organizarme”. Llorar como necesidad básica, como asignatura troncal, como superar una pantalla y ganar una vida extra, como parte de un plan.

Les decimos los padres muchas veces a nuestros hijos pequeños que dejen de llorar, que no se gana nada, que es una pérdida de tiempo; y creo que no, que la mayoría de las veces lo decimos por lo insoportable que nos resulta a nosotros verlos llorar o porque pensamos que así serán más fuertes, aunque evidentemente, no llorar no te hace fuerte, no te hace nada. Porque perder de vista algo no implica sacártelo de la cabeza, pero si lo lloras un rato, aunque se pase mal, se pasa.

Dice Albert Espinosa, en “Todo lo que podríamos haber sido tú y yo”: “Rompí a llorar. Me encanta esa expresión. No se dice rompí a comer o rompí a caminar. Rompes a llorar o a reír. Creo que vale la pena hacerse añicos por esos sentimientos”.

Si después de este año que está a punto de cumplirse, de este año de ausencias, de encierros, de despedidas, de estar más solos y limitados que nunca; si no rompemos ahora, cuándo.

Mi hija mayor vive fuera, me la raptó la universidad el año pasado, aunque incomprensiblemente para mí, ella está muy contenta. Todas las noches le mando el mismo mensaje: “Duerme bien niña, como si fuera tu cama”. Dice que siempre se le cae una lágrima cuando lo lee, pero que voy bien, que le gusta esa lágrima.

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