Una de las características destacadas de la política que se practica hoy en día es su capacidad para anunciar grandes intenciones y atascarse en la tarea de cumplirlas. Alardea, una proporción notable de los cargos públicos, de sus propósitos una y otra vez, pero es más bien escasa la parte que llega a la fase de ejecución. Y menor aún la que se publica en el BOE o en el DOG, por citar un par de boletines, sin percatarse del todo de que eso implica frustraciones –tanto mayores cuanto más necesarios son los remedios– entre la gente del común. Que, por cierto, la experiencia señala como el sector social que más los reclama.

Viene a cuento el prefacio de la noticia que ha publicado este periódico acerca de la intención de la Xunta de reducir la burocracia. En esta ocasión –conviene no olvidar que no es la primera ni será la última en que se repita la prédica– para facilitar las tramitaciones de ayudas sociales, en concreto la RISGA. Es un secreto a voces que la tarea de percibirlas parece un premio a la paciencia de los peticionarios, perdidos en un laberinto de papeles –documentos, certificados, fotocopias compulsadas y/o recibos– que dura meses, y eso si no hay que repetir en todo o por tramos.

Es incómodo afirmarlo, más todavía leerlo y peor aún padecerlo. Incluso para los funcionarios, conste, que en su gran mayoría integran ese concepto de “burocracia” cuando no es suya la responsabilidad de hacer cumplir las normas, sino de quienes las elaboran y aprueban. Y que, probablemente –y con razón– se irritan con el reconocimiento tácito de que la Administración es lenta y farragosa cuando quienes pueden y deben reformarla se limitan a la retórica oportunista, cuando no falaz por reiterada, en vano. Y que, por cierto, no padecen esos, que conocen los atajos.

En este punto conviene no engañarse acerca de la extensión de ese “faroleo” que practican profesionales de la política. Es generalizado y cada vez más cínico: en los últimos cuatro años, estos Reinos –con múltiples elecciones en ese plazo– han tenido pruebas de que nadie como los candidatos de cualquier nivel juegan así –de farol– no ya para conseguir votos, sino para consolidarlos. Las “ayudas”, imprescindibles para combatir los efectos de la pandemia, se pagan gota a gota pero se cobran –sus intereses y/o devoluciones– a chorro. Sin mencionar que no pocas hay que declararlas como “ingresos” después a la voraz Hacienda.

En ese sentido, la partida está sometida a los jugadores que dominan los recursos, practican el farol y siempre ganan. Con un detalle todavía peor: algunos con bien ganado título de tahúres pretenden que sus métodos, además de originales, sean ejemplos de “progresismo” laboral cuando perjudican a muchos empresarios y a los empleos que generan. Este periódico acaba de publicar las cifras de las empresas que han dejado de ser viables a causa de las condiciones que acompañan a esas “ayudas”: son ya millares. Y sin embargo. los faroleros siguen burlándose de la realidad.

¿O no?