Es posible, y hasta probable, que a estas horas quede todavía quien no se haya recuperado del asombro ante la noticia que publicó este periódico sobre finanzas municipales. O, para ser rigurosos con los datos recogidos en FARO, hay concellos aquí que “abonan al año más de 17 millones” –de euros, claro– “en facturas irregulares”. Y por si quedasen dudas, se añaden una serie de detalles que justifican el estupor: se trata de pagos “comprometidos y abonados sin contrato alguno”, y sin dotación presupuestaria o de prestaciones “que exceden el objeto de la licitación inicial”. O sea, el patio (financiero) de Monipodio.

Se deja dicho lo de “ asombro” y quizá sería más exacto haber optado por “estupor”, pues no solo cabe deducir que en esos concellos se contrata con el método de “tócame Roque” y sin supervisión de quienes tienen la obligación legal de hacerla. Pero está visto que la regla supuestamente general es, aquí, una excepción, no solo porque pasen esas cosas, sino por la impresión de que solo algunas, y casi siempre en la misma línea, son investigadas, juzgadas y hasta sentenciadas. Y hay casos muy recientes que apuntan en esa tortuosa dirección.

Habrá que ver qué ocurre ahora que se trata de municipios multicolores aunque casi seguro que, apagado el primer ruido, se llegue a la conclusión clásica del “fuéronse” –los implicados– “y no hubo nada”. O todavía peor: hay quien pretende justificar semejante procedimiento apelando a los “trámites excesivos” que, de cumplirse al pie de la letra, paralizarían la gestión de los ayuntamientos todos. Salvo, por supuesto, los que se pasen la normativa por el forro burocrático para ganar tiempo. Y no –según los datos– por ahorrar o respetar a quienes cumplen la ley.

No se trata de reclamar puritanismo administrativo sino sentido común. Con benevolencia, algunos llamarían corruptelas a las prácticas citadas, por mucha burocracia que se alegue; pero es que, además de eso –que ya es grave–, cabe la pregunta de con qué autoridad moral podrán los responsables de tales prácticas exigir a sus vecinos contribuyentes que cumplan las ordenanzas y demás disposiciones municipales que, además de costarles dinero, implican que hay quienes disponen de una patente de corso con la que, por si fuera poco, podrían lucrarse los “beneficiarios”.

Entre las muchas preguntas más que podrían formularse, otra sería “¿y ahora, qué?” para descartar el mencionado dicho clásico. Y debería haber respuesta también porque lo que está en juego es la confianza de cualquier administrado hacia su administración. Y quien lo crea exagerado, mejor que recapacite acerca de lo que podría pasar, a todos los niveles, en cualquier estado democrático de derecho si los que están obligados a cumplir las reglas y/o a controlar que así sea, lo ignoran. Parece que no debiera existir duda alguna abre la respuesta, pero por lo visto hasta ahora nadie parece dispuesto a formularla. Cabe pues, formular otra interrogante: ¿Y ahora, qué…?

¿Eh?