Reflexionar sobre los límites de la libertad de expresión es un ejercicio necesario en una democracia. En Estados Unidos, por ejemplo, el Tribunal Supremo ha emitido unas cuantas sentencias al respecto; en Debs v. United States (1919) falló a favor de que un político socialista, Eugene Debs, entrara en prisión por pronunciar un discurso en contra de una guerra; en Brandenburg v. Ohio (1969) declaró que no se pueden penalizar las manifestaciones de odio, al menos que éstas animen a provocar actos violentos de manera inminente; y en Texas v. Johnson (1989) concluyó que quemar la bandera de la nación es una forma de “expresión simbólica” protegida por la Primera Enmienda de la Constitución.

Dichas sentencias, por supuesto, no han impedido que se continúe debatiendo acerca de los asuntos tratados en ellas. Aunque hoy en día es más difícil de entender que un líder político vaya a la cárcel por oponerse públicamente a una intervención militar (de hecho, a Debs se le acusó de quebrantar una ley que fue revocada poco después por el Congreso), las encuestas señalan que muchos ciudadanos estadounidenses desearían prohibir la profanación física de su bandera, mientras que las acciones violentas planificadas por grupos neonazis o supremacistas blancos hacen que resurja el debate sobre la definición de terrorismo y la posible criminalidad de ciertos extremismos. La libertad de expresión, en su máximo y doloroso esplendor, se observa con nitidez en la imagen de un policía negro en una manifestación salvaguardando la integridad física de los miembros del Ku Klux Klan. El derecho a promover la discriminación y la violencia contra una persona que permite que puedas ejercer ese mismo derecho. Un asunto desagradable.

Como afirma Daniel Gascón en un artículo publicado en The New York Times a raíz del ingreso en prisión del rapero Pablo Hasél, cuando hablamos de la libertad de expresión, nos gustaría pensar que hablamos de Voltaire y compañía, pero generalmente de lo que se trata es de “tolerar un cierto nivel de basura”. Conozco a alguien en Washington que se ocupa de este tipo de casos y suele recordarme bromeando que, en muchas ocasiones, su función es luchar para que puedan hablar también las personas despreciables. Piensa que la mejor manera de presumir de país es dejando que ardan en público las barras y las estrellas. Estos días estamos viendo cómo un debate de gran relevancia para la democracia española deriva de nuevo en una tormenta ideológica (cargada de información imprecisa sobre el historial delictivo del condenado) que poco tiene que ver con la libertad y sus complejidades, sino con hacer propaganda en una u otra dirección y aprovechar la controversia para explotar distintas causas. La defensa de la libertad de expresión, sin embargo, solo resulta verdaderamente creíble cuando se realiza a favor de los adversarios. Al fin y al cabo, como dijo una vez Arthur Koestler, “es inevitable que la gente tenga razón por los motivos equivocados”. Lo extraño es protestar por la censura de unos tuits atacando la sede de un periódico. O comparar la rabia de unos vándalos con la lucha (violenta o pacífica) de los oprimidos. Romantizar la basura.