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Daniel Capó FdV

Nostalgias

Cada veinte años las sociedades se transforman. No siempre a mejor

Sostiene Ross Douthat en La sociedad decadente (Ed. Ariel) que a lo largo del siglo XX los periodos de veinte años marcaban la línea divisoria entre las distintas generaciones. Sucedía en la estética, en la moda, en la literatura, en el arte, en el cine, en los valores culturales… Un mero observador identifica con relativa facilidad si un edificio, una canción o una película son de los años veinte, los cuarenta o los sesenta. Entre el año 48 y el 68 hay una distancia que se podría medir en siglos y, sin embargo, apenas habían pasado cuatro lustros. En cambio, hacia finales de los ochenta o principios de los noventa, estas mutaciones empezaron a fosilizarse. Si durante la presidencia de Reagan triunfaba la saga de Star Wars y los cómics de Marvel, hoy –actualizados– siguen teniendo éxito. Los cantantes de los noventa no nos suenan ajenos, como tampoco los escritores de aquellos años. Para Douthat, este hecho refleja una parálisis del progreso, un primer signo de agotamiento cultural. ¿Es así? No estoy seguro.

A mí, en realidad, la década de los ochenta me resulta enormemente lejana, como también me lo resultan los noventa o incluso los primeros años del nuevo siglo. La estética puede ser similar, pero solo como un cascarón cuyo interior se ha ido vaciando de contenido. O ha cambiado de orientación. En los ochenta sonaban Hombres G, Mecano o Radio Futura, pero había una especie de inocencia que ahora se ha perdido. Era una sociedad joven que, a pesar de los reveses, miraba al futuro con optimismo. En España todo estaba por hacer: el Estado autonómico y el Estado del bienestar, el juego de la alternancia democrática y el ingreso en Europa. Recuerdo que, en quinto o en sexto de EGB, leíamos cuentos de Miguel Delibes y que los maestros nos ponían discos de Maria del Mar Bonet y de viejos romances cantados. Era una escuela pobre y digna que creía en el conocimiento como base de la sociedad. Recuerdo aquellos años con alguna nostalgia, porque representa para mí un mundo familiar. De niños, salíamos a jugar con toda normalidad a la calle y gozábamos de unas libertades que hoy son impensables. No teníamos internet ni redes sociales, y los ordenadores –Spectrum, Commodore– constituían una auténtica rareza. Además, la presión social para gozar de aceptación en la redes era inexistente. El aburrimiento lo combatíamos leyendo, jugando con un balón o viendo en la tele alguna de las dos o tres opciones que teníamos: series de dibujos animados de inspiración clásica, la mayoría de las veces.

¿Era ese mundo similar al que ahora vivimos? Lo era, porque la naturaleza humana no cambia, a pesar de los que nos quieren vender las ideologías hoy de moda. Pero, al mismo tiempo, todo parece haberse transformado: el sentido de las fiestas, las prioridades en las escuelas, el ocio de los jóvenes, el ímpetu de las guerras culturales, el abuso de las emociones en política, la pérdida de prestigio de los medios de comunicación, la vulgarización de las formas, la degradación del trabajo, el pesimismo que todo lo impregna. Quizás fuera inevitable y, realmente, en contra de lo que sostiene Douthat en su magnífico libro, las generaciones siguen cambiando cada veinte años. A veces a mejor. Solo a veces.

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