Opinión | Lo que hay que oír
¿Cómo estás? ¡Qué bien te veo!
Los saludos de los conocidos, un palíndromo y otras píldoras
Lo que hay que oír.
Rótulo en un teletexto televisivo, cuya foto me envía un amigo periodista: “América notificó 6.300 muertos en el último día de 2020 y 8.000 decesos”. La palabra muerto significa estar sin vida. La palabra deceso es sinónima de muerte. O sea que –según quien redactó la información– América (?) notificó 6.300 muertos y 8.000 muertos. Con humor, pero también un deje de tristeza, mi veterano compañero se pregunta en cuál de los dos grupos querría estar, dado el caso: si en muertos o en decesos. Es decir, en muertos o en muertos.
En España y en invierno, suele nevar sobre cientos y cientos de pueblos y todos los años. Pero este enero hubo una importante tormenta blanca en Madrid y enseguida surgieron las grandes palabras en medios y redes: Catástrofe Inimaginable, Espectáculo Dantesco, Verdadero Apocalipsis, Absoluta Devastación, Bestial Hecatombe, Cataclismo Brutal, Escenas de Pánico… Caramba, menos mal que Felipe II no puso la capital más alta: no tendría palabras el diccionario para describir la nevada. Adanismo e hipérbole: las dos palabras de nuestros tiempo.
Nos invade una ola de redichismo, palabra que no registra la RAE pero que desde aquí ofrezco gratis al público en general y a la Docta Casa en particular, para que la registre en su DLE. Ahí va una posible definición: “Dícese del modo de hablar que muestra una perfección demasiado afectada”. Por ejemplo, decir por la tele que “había una cola multitudinaria en el mostrador de Barajas” sería redichismo puro. Sí, multitudinario es lo que forma multitud. O sea que bien dicho, lo que se dice bien dicho, sí que está. Pero, vamos a ver, ¿no valdrían larga, grande, considerable, enorme, incluso inmensa, que es como suele calificar la gente del común a una cola formada por mogollón de gente?
Menudo mosqueo que me traigo con los saludos de los conocidos. “¿Cómo estás?” parece el más neutro, pero me respinga. El interlocutor me está confesando sin querer su imposibilidad de discernir a simple vista si me encuentro molón o chungo. Así que no luzco muy lozano. “¡Qué bien te veo!” suena a piropo, mas es una bala, pues no deducen al verme que yo esté bien, sino que perciben (ellos, por lo tanto) que no tengo mala pinta: no halagan, hablan de oftalmología emocional. “¡Cómo te conservas!” es un insulto disfrazado de halago: estás viejo de narices, pero bien que te esfuerzas en disimularlo con afeites y esteticistas y escabeches. Hace años, me hallaba yo tumbado en una habitación de hospital en espera de que manipulasen para no recuerdo qué prueba médica, pelín dolorosa. La afable enfermera hablaba sin descanso, sin duda por creerme un vejete cobardica ante el trance. La oía sin escucharla: me sentía juvenil, airoso, con sonriente aire de aventurero tropical. Hasta que no logré bloquear el final de su relato: “… así que en sus tiempos debió de ser un mozo muy bien puesto”. Yo le pregunté cortés, aunque pintón y chuleta: “Perdone, estaba despistado: ¿de quién me está hablando?”. Aún lloro al recordar su cara perpleja y su respuesta: “De usted, claro”.
Prometí dejarles aquí un palíndromo (ya saben: palabra o frase que se lee igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda) de vez en cuando. Hasta que ustedes se cansen de jueguecitos y nos echen a patadas a mí y al amigo que me los urde. El de esta semana tiene veintiuna letras (ojo: se dice “veintiuna”, no “veintiún”). Y ya que vamos de locuras y cabezas, puede valer este: “No, mi lagarto traga limón”.
Suscribo palabra por palabra lo que escribe David Trueba en su columna de “El País” del 29 de diciembre pasado al hacer balance del año MMXX: “Contamos con fuerza, imaginación y talento. Vamos escasos de criterio y solidaridad. Si recicláramos la mala leche en buena cabeza, la tarea sería más llevadera”. Palabra por palabra y letra por letra.
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