Las vacunas abren conflictos por todas partes. La UE brama contra las farmacéuticas que le cierran el grifo. Los laboratorios sufren presiones y venden la mercancía al mejor postor o a quien ejerce mayores coacciones. Los países se lanzan los trastos pugnando por las dosis. La escasez de viales ha puesto al desnudo muchas incoherencias. En España empieza a saberse de aprovechados colándose por la cara a los que les cuesta dimitir. No nos sorprendamos: este es el país del enchufismo y el tráfico clientelar. Y, en fin, las autonomías llevan a cabo la inmunización con criterios distintos pese a emanar sus campañas de una misma directriz conjunta del Ministerio de Sanidad. Ni con centralización ni sin ella brilla la buena gobernanza del conjunto.

Todos estamos en riesgo. La pandemia ha puesto a prueba una y otra vez nuestro sentido de la solidaridad. La sociedad civil tiene que ofrecer el máximo de responsabilidad, paciencia y compromiso para salir de esta. Comportándose con prudencia y cumpliendo con rigor: así puede cada uno velar por sí mismo y a la vez por el prójimo. Como los ciudadanos esperen resultados óptimos de sus gobiernos ya pueden situarse en lo peor. En muchos casos la imprevisión y las actuaciones a destiempo han sido contantes desde el inicio del desastre. El rumbo no iba a enderezarse milagrosamente.

Israel ya protegió al 44% de sus habitantes. El Reino Unido, al 10%. Esa eficacia entraña contraprestaciones de dudosa ética, pero contrasta mucho con la de la UE. El socio más aventajado, Dinamarca, apenas llegó al 4%. Europa ha vuelto a quedar en evidencia, según los expertos, por encargar pocas vacunas y tarde. Ahora deberá probar su fuerza para doblegar a las farmacéuticas, que racionan a unas naciones y surten a otras por motivos oscuros. En medio de los tejemanejes, el ritmo de inoculaciones en España descendió a la mitad, de 90.000 a 40.000 dosis por jornada. Para alcanzar en junio al 70% del país y gozar de una inmunidad de grupo, tal como fue prometido, habría que multiplicar por diez el número de inyecciones diarias.

Si la prioridad de la primera fase de la campaña, además de residentes, cuidadores de geriátricos y sanitarios de primera línea, es vacunar a los mayores de 80 años, nuestra comunidad no está recibiendo ni mucho menos el trato equitativo que le corresponde. Galicia, con la población más envejecida de España, sufre por esa condición las consecuencias de un reparto que no atiende el peso de esta singularidad. Tanto que si recibe el 5,6% de las dosis acorde con el peso relativo de su población en el conjunto nacional, no habrá vacunas suficientes para priorizar a los mayores de 80 años, que suponen algo más del 8,2% de los habitantes. De ahí lo injusto del reparto. Por eso tiene razón Feijóo en exigir, como ha hecho ante Sánchez, que el reparto sea proporcional a la población de este sector de edad en cada territorio.

Por no hablar de la desfachatez y la vergüenza de la sucesión de decenas de casos de vacunaciones indebidas en España a personal que no le correspondía o a diferentes cargos públicos. Causa estupefacción comprobar como sin completar la vacunación de los que antes lo necesitan, ya lo estén algunos directivos, políticos, personal sin exposición y administrativos. También en Galicia se han dado algunos de estos episodios como los 17 casos de personal del área sanitaria de Pontevedra que no estaban en primera línea, como reconoció el Sergas, y que los sindicatos médicos elevan a 200, o el de la alcaldesa popular de Boimorto.

Cualquier proceso de vacunación ha de ser transparente y ejemplar, con un cumplimiento estricto de los patrones decididos. Para eso se elaboran. Con protocolos claros y precisos en los que prime el interés general, sin eufemismos. Actuar por corrección política o por consejo del gurú de imagen, el brujo moderno, a veces da pie a comportamientos fariseos y a oscilaciones pendulares para ajustar a conveniencia el posicionamiento. Si las administraciones consideran que ciertos dirigentes, por sus obligaciones, deben de vacunarse para no correr riesgos, que lo planteen abiertamente y acoten con concreción y transparencia los casos.

Sostener que, por el bien de todos y la coordinación, conviene proteger la salud de determinada estructura de mando puede acabar percibiéndose como lógico, y no como un privilegio, cuando se argumenta con razones de peso. Pero el descrédito, merecido, de algunos de los que están al frente alcanza tales cotas que cualquier gesto provoca recelos. A recuperar la confianza no ayudan pasos como los del ministro Illa. El capitán abandona la nave en el fragor de la tormenta por intereses electorales.

En una pandemia cada hora es oro. Un día cuenta mucho. Y una semana puede marcar la diferencia entre frenar la proliferación de casos o el descontrol. En la cresta de una tercera ola de una virulencia inesperada pesa el cansancio de no avistar cerca un final. Hace mella en lo físico y en lo psicológico. Por no acordarnos de lo económico. Galicia suma tanta población activa (trabajadores, parados y regulados en ERTE) como inactiva (jubilados, menores de 16 años y personas que dejaron de buscar empleo). Un desajuste desgarrador.

Un 30 de enero como ayer del año pasado la OMS declaró la emergencia internacional por el coronavirus. El mundo aún tardaría dos meses en escuchar las advertencias. Luego pasó lo que pasó. Bastante sufrimiento acumulamos como para que la vacunación, casi la única esperanza, se convierta en fuente de tensión añadida. El éxito no consiste únicamente en vacunar rápido. Hay que vacunar bien, a quien primero lo precisa, y explicitar el criterio de reparto y el calendario para los siguientes grupos hasta llegar a la población en general, para detener cuanto antes este incesante goteo de muertes.