Luchar contra una plaga de la naturaleza del COVID entraña muchas complicaciones, pero hay formas menos erráticas de hacerlo que las de los gobernantes españoles. Sabíamos que las Navidades iban a costar caras. Todos dábamos por sentado el repunte de casos, por mucha prudencia y sentido común que cada cual pusiera durante los contactos familiares, porque el virus viaja con las personas, no está en estos o aquellos lugares, en bares o discotecas, en tiendas o vestuarios. Una cosa es preverlo y otra sufrirlo cruelmente como lo padece ahora España. Las celebraciones unificaron a todas las autonomías en una onda ascendente que hasta diciembre había oscilado de manera desigual.

Galicia, que ha hecho en esta batalla como todas las comunidades cosas mal aunque otras muy bien, tanto que sirvieron de modelo para otros territorios, afrontaba la tercera ola siendo una de las regiones menos damnificadas durante la primera y la segunda acometida. Sin embargo, la relajación de las Navidades en toda España con su posterior explosión de contagios ha cambiado radicalmente la situación en semanas. También aquí. La comunidad encadena más de diez días por encima del millar de contagios, rozando ya los 2.000 diarios. Aunque todavía con cierto margen de maniobra en la red asistencial, la situación ha empeorado de manera preocupante. La presión hospitalaria crece de forma exponencial, está llegando al límite en algunas áreas, y en las UCIs gallegas el alza de casos ha sido del 40% en una semana, aunque siguen estando entre las terceras de España con menor ocupación. Hay ya más pacientes hospitalizados que en el peor momento de la primera ola en la que llevábamos tres meses confinados. “Los datos son malos, sin ningún tipo de condición ni de matiz”, admitió este viernes el presidente de la Xunta, preparando a la población para medidas más restrictivas que previsiblemente anunciará mañana mismo. La idea es extender el “modelo Carballiño”, que ahora se aplica en Xinzo, Viveiro y Arteixo y que supone el cierre total de la hostelería y de las actividades no esenciales, a buena parte del territorio y endurecer las restricciones en el resto.

Contra la pandemia no hay fórmulas magistrales. Maneras de encararla existen tantas como países, y quizá ahí resida parte del problema en un mundo global para muchas cosas salvo para atajar una emergencia sanitaria. Sí existe un denominador común para el éxito: definir una estrategia entendible y ejecutarla a rajatabla. Ni lo uno ni lo otro vimos en nuestro país por la vía del mando centralizado o la cogobernanza, un vocablo tan bastardo como los intereses que esconde. Miles de páginas de boletines con decretos llenan las estanterías. Esa exacerbada producción normativa sirve de poco si nadie la cumple.

La premura para alzar la guardia y embridar la situación antes de que se desmande más resulta fundamental. Apurando la argumentación, hasta loable a tenor de la magnitud de la amenaza. Igual que lo es que las administraciones actúen con idéntica prisa a la hora de compensar a quien damnifica con sus restricciones. Por cooperar en la erradicación del coronavirus y adaptarse a las exigencias los ciudadanos van a realizar nuevos sacrificios. Unos exponen su empleo, otros bajan la persiana del negocio. Quizá ya no puedan subirla nunca. De las anteriores acometidas a esta, al menos hay actividades que quedan a resguardo de unas prohibiciones que inmolan a los hosteleros y al sector turístico. Dotar de más financiación los fondos de rescate y ejecutarlos con celeridad es esencial. Esperar semanas en ponerlo en claro solo agrava los problemas. Las familias privadas contra su voluntad de trabajar e ingresar necesitan comer a diario.

El portazo del Gobierno, con la negativa del ministro y candidato Illa a la demanda mayoritaria de trece comunidades de diferente color político –Galicia incluida– para adelantar el toque de queda en función de la situación en cada territorio resulta ciertamente incomprensible. Más aún cuando su uso lo avalan además los especialistas como herramienta esencial para aplanar cuanto antes la curva. Otros países lo han adelantado. También es verdad que algunas de las comunidades que ahora se suman a esta demanda, en su momento salieron raudas a criticar el estado de alarma y el confinamiento decretados por el Gobierno en marzo. Mejor saber rectificar a tiempo y remar juntos en la misma dirección si con ello se evita el colapso. Más si cabe cuando la propia autoridad sanitaria europea viene de elevar la alerta ante el temor a la saturación hospitalaria y la rápida expansión de nuevas cepas del coronavirus. Las medidas en vigor no son suficientes y abocan a un endurecimiento extremo de las mismas. Urge también imprimir mucha mayor velocidad a la administración de la vacuna. Galicia tiene capacidad para vacunar a 100.000 personas diarias, pero no hay dosis suficientes.

Detener la pandemia no es un problema de los políticos sino de todos. El arma para cortar la expansión de las infecciones la lleva consigo cada persona, su comportamiento responsable. Los trabajadores, los empresarios, los profesionales, a pesar del malestar y la tensión de tantos meses extenuantes, han dejado patente su voluntad de cooperar en favor del bienestar general. Volverán a sacar fuerzas de flaqueza para navegar la ola gigante. A la Xunta, que se dispone a socorrer con al menos otros 50 millones el plan de rescate a hostelería, autónomos y microempresas, que se suma a los 86 dotados en el primer plan, le corresponde demostrar la suya paliando un daño evitable, miles de ruinas personales. Todas las administraciones están obligadas a actuar con diligencia y justicia en la distribución de ayudas suficientes. Sin la ejemplaridad de todas ellas de proceder a la altura de las circunstancias, dando largas un día más a las demandas, sembrarán vientos. Un radical escepticismo, una indisimulada rabia, un ansia de rebeldía. Nada bueno.