Habrá convencidos de buena fe de que la presidencia de Donald Trump ha tenido más aciertos que errores. Pero tengo para mí que serán muy pocos los que estén de acuerdo con su modo de proceder desde que se hicieron públicos y definitivos los resultados que le daban por perdedor de las pasadas elecciones norteamericanas. Desde luego, lejos de hacer gala de un comportamiento señorial y escrupulosamente democrático, su reacción fue justamente ejemplo de lo contrario: egoísta, visceral, caprichosa, y de muy mal perdedor, en la que antepuso su interés particular al interés general de los norteamericanos.

Y no me vale decir como disculpa que su conducta estaba justificada porque pensaba y sigue pensando que las elecciones fueron manipuladas. Ya había dicho lo mismo en las elecciones de 2016, pero como entonces ganó se olvidó de todo lo relacionado con la limpieza de las mismas y desde el primer minuto se entregó a paladear las delicias de la presidencia, en lugar de impedir que las elecciones futuras pudieran ser manipuladas. Lo cual hace pensar que a este individuo lo que le interesa por encima de todo es el poder, y que es de los que piensan que una vez conseguida la presidencia pasa a ser de su propiedad al menos durante el período máximo de ocho años. Razón por la cual no tiene que devolvérselo a su legítimo dueño, que es el pueblo, para que pasados los cuatro primeros años vuelva a decidir a quién se lo confía.

De las recientes elecciones estadounidenses lo que me interesa sobre todo es que pusieron punto final a una manera de gobernar que sobresaltó en exceso al pueblo americano. Cuenta José María Carrascal en ABC que cuando preguntó a una amiga qué se sentía en el ambiente tras el triunfo de Biden, ella le respondió: “alivio”. Y es que, al menos desde que yo tengo uso de razón, no recuerdo a ningún presidente norteamericano que haya sometido a la ciudadanía (excitando intensamente sus emociones y pasiones) a una división tan profunda entre los “suyos” y los “discrepantes”, considerados solo por eso enemigos antagónicos e irreconciliables. Una consecuencia típica del nefasto populismo del que hizo gala durante su mandato el presidente saliente.

Por lo que antecede se entiende que, tras su toma de posesión, Joe Biden haya considerado que una de las principales tareas con las que tiene que enfrentarse al inicio de su mandato es la de reconciliar a la dividida ciudadanía norteamericana, “una ciudadanía polarizada hasta el paroxismo” (en palabras de Javier Rupérez). El nuevo presidente, además de los graves problemas domésticos, singularmente sanitarios y económicos, y de política internacional que debe afrontar de inmediato, tiene que frenar lo que él mismo calificó como “una guerra incivilizada” anidada en el ámbito interno del pueblo americano. Confrontación que se hizo visible no solo en el inusitado asalto al Capitolio de hace unos días, sino también con la descortesía política de la ausencia del mal educado presidente saliente en el acto de toma de posesión del nuevo. Si, como dijo Biden, hacer un llamamiento a la unidad puede parecer “una tonta fantasía”, sin dicha unidad será difícil subsistir a los retos más inmediatos.

Los norteamericanos, sin embargo, han sabido –o eso parece al menos- reconducir el curso de los acontecimientos y han puesto fin, en la primera ocasión que han tenido, a la nefasta aventura populista del presidente Trump. Hoy han puesto al frente de esta poderosa nación a un político avezado, de 78 años de edad, que lleva dedicado a esa actividad más de cincuenta años, y que tiene un carácter lo suficientemente templado como para intentar reconciliar a la dividida ciudadanía estadounidense. Su brillante frase “lideraremos no solo por el ejemplo de nuestro poder, sino por el poder de nuestro ejemplo” resume que aspira a gobernar recurriendo más a la “auctoritas” que a la “potestas”.

Todo lo que antecede viene a cuanto porque, por desgracia, la sociedad española también está hoy profundamente dividida. Abandonado por una parte de nuestros líderes políticos desde hace unos quince años el espíritu de concordia y generosidad de la transición de 1978, el panorama electoral que reflejan las encuestas se sigue traduciendo en dos bloques claramente enfrentados que por el momento parecen irreconciliables.

Y lo que es peor, a diferencia de lo que ha sucedido en Estados Unidos, la actual división social no la arreglarían unas nuevas elecciones. Y es que sea cual sea el resultado de las mismas el bloque ganador no considerará prioritaria la tarea de reconciliar a la ciudadanía española. Si volviesen a gobernar los que ya están en el poder, seguirán con el ajuste de cuentas encaminado a cambiar, 82 años más tarde y mediante un uso mediático del presentismo histórico, el resultado del penoso enfrentamiento de la Guerra Civil.

Pero lo mismo sucedería si hubiese un cambio de gobierno: los ganadores tampoco destinarían muchos esfuerzos a reconciliar a la ciudadanía dividida. El habitual pragmatismo de la derecha aconsejaría al eventual gobierno centrarse más en problemas visibles como la economía y el empleo que en otros menos tangibles como es volver a reconciliarnos. En este caso, no faltarían voces que, lejos de propugnar la reconciliación de una vez y para siempre, intentarían convencernos de que no estamos profundamente divididos.

Ojalá que no acierte en mis pronósticos, pero si dejamos sin suturar las heridas abiertas y no volvemos a reconciliarnos no habría que descartar que el problema de nuestra actual división se cronifique.