En su toma de posesión como presidente, Joe Biden, además de advertir sobre la fragilidad de la democracia y hacer un llamamiento a la unidad nacional, quiso acentuar la solemnidad del acto y recuperar el decoro que, como institución, ha de exhibir la presidencia. El discurso, de reminiscencias lincolnianas, tuvo lugar en una ciudad tomada por las fuerzas de seguridad ante las amenazas de unos violentos extremistas que no aceptan el resultado de las elecciones. Este ambiente enloquecido es parte del legado de su predecesor, quien, hace cuatro años en ese mismo sitio, dijo que el traspaso de poderes no se hacía de una administración a otra, o de un partido a otro, sino que, en realidad, se le estaba devolviendo el poder a los ciudadanos. Que algunos enemigos del populismo progresista hayan aplaudido desde la lejanía las tropelías de quien pronunció esa frase (demagógica y antirrepublicana) no deja de resultar curioso.

Tan de agradecer es que los ciudadanos sean tratados como adultos como que el líder de la nación mantenga la compostura. Roosevelt dijo que no había que tener miedo sino al mismo miedo, pero antes enumeró los difíciles retos que les esperaban por afrontar a todos. Kennedy pidió a los ciudadanos que, en vez de preguntarse qué podía hacer el país por ellos, se preguntaran qué podían hacer ellos por su país. Reagan señaló al gobierno federal como el problema, pero también aclaró que su intención era hacer que funcionara mejor. Los discursos inspiradores suelen ser aquellos que van dirigidos a toda la nación, no solo a un grupo de ciudadanos desencantados, y aquellos que combinan optimismo y realidad, demandando una acción colectiva. Roosevelt defendió la democracia porque, debido a los auges de los totalitarismos europeos, sabía que estaba en peligro, y lo hizo asociándola con el patriotismo y las tradiciones estadounidenses. Biden tuvo que reivindicarla porque su predecesor, a quien votaron más de 74 millones de personas, se negó a reconocer la derrota.

Ahora se habla de la necesidad de una “presidencia aburrida”, aunque lo que se quiere decir con eso es que falta madurez, estabilidad y altura de miras. En estos cuatro años el país ha vivido en un permanente estado de ansiedad, intensificado por un gobernante que actuó en numerosas ocasiones como un adolescente frívolo. Si el discurso de Biden es digno de elogio, también por parte de los conservadores, lo es porque se ajusta a un ritual. Sabemos, sin embargo, que la esperanza puede durar lo que dura la lírica campaña. No está mal, por tanto, comenzar con un buen discurso, unos cuantos conciertos y unos fastuosos fuegos artificiales, cuando, al llegar a la oficina, se firman 17 decretos. Serán unos difíciles cien días. Una persona le dijo a Roosevelt, después de que éste asumiera la presidencia, que, si su programa resultaba exitoso, se convertiría en el mejor presidente de la historia; si fracasaba, acabaría siendo el peor. El presidente respondió: “Si el programa fracasa, seré el último”.