Del asalto al Capitolio de este miércoles quedarán en la memoria las imágenes de un grupo de individuos, algunos armados y disfrazados, cometiendo actos vandálicos en una cámara legislativa, después de que el presidente convocara una manifestación para “salvar Estados Unidos” y denunciar el “robo” de las elecciones. Esas escenas, tan grotescas como humillantes para el país (poner el pie encima del despacho de Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes y tercera en la línea de sucesión, en una democracia con separación de poderes, equivale a poner el pie en el Despacho Oval), no son sino la consecuencia lógica de una estrategia política ya muy conocida, basada en el discurso de odio, las teorías conspirativas y las mentiras, que ha resultado trágicamente eficaz desde que Donald Trump comenzó a ganar las elecciones primarias del Partido Republicano en 2016.

Hubo que esperar, sin embargo, a que una turba profanara la sede de la soberanía nacional para que algunos defensores del presidente en el Congreso decidieran dejar de apoyarlo en sus delirios (Lindsey Graham) o reconsideraran su posición, “en buena conciencia”, a la hora de oponerse a la ratificación de la victoria de Joe Biden (Kelly Loeffler). También para que algunos miembros de la Administración Trump dimitieran, ya que, a la luz del barbarismo instigado y justificado desde el poder, no querían “formar parte de esto de ninguna de las maneras” (Mick Mulvaney). Otros representantes, antes de que los manifestantes quebrantaran la ley, saludaron a la muchedumbre enardecida con el puño en alto (Josh Hawley) y continuaron aferrados a la fantasía conspiranoica pese a los destrozos causados en el edificio federal y las víctimas mortales que provocó el suceso (Ted Cruz), mientras en los medios de comunicación que más contribuyeron a difundir la teoría del orquestado pucherazo (Fox News) se sugería que los manifestantes eran izquierdistas infiltrados (miembros de Antifa, etc.) o se insistía en que los estrambóticos asaltantes no representaban a los seguidores de Trump en su conjunto. El locutor Rush Limbaugh, a quien Trump concedió la Medalla Presidencial de la Libertad, comparó a los vándalos de los disfraces y las banderas confederadas con los héroes de la revolución americana. “Yo me alegro que, en su momento, Sam Adams, Thomas Paine, los miembros del Tea Party y los hombres en Lexington y Concord no pensarán como ellos”, dijo Limbaugh refiriéndose a los conservadores que condenaron la violencia (su programa tiene más de 15 millones de oyentes).

Las escenas del Capitolio, por lo tanto, deberían ser interpretadas teniendo en cuenta el contexto político y mediático en el que estas se produjeron o, más bien, el contexto político y mediático que estimuló esa actitud violenta e insurreccional en las personas que las protagonizaron. Una encuesta realizada a principios de diciembre por NPR/PBS News Hour/Marist indicó que un 72% de los republicanos dicen que no confían en los resultados de las elecciones; en otra realizada hace unos días por YouGov se podía observar cómo un 45% de los republicanos “apoya activamente” el asalto al Congreso. En el preocupante clima de opinión que nos ofrece la demoscopia podemos hallar algunas claves sobre el irresponsable comportamiento de los legisladores, pues los segundos, no lo olvidemos, se nutren de lo primero: la conspiración ya forma parte del mainstream y se ha convertido en una causa más de la derecha tradicional. De ahí que tanto los republicanos que persisten en sus disparatadas cruzadas como los que se han caído del caballo ante la invasión de los fanáticos recurran al mismo argumento: ambos dicen representar a muchos ciudadanos que “piensan” que se produjo un fraude electoral. Aunque unos cuantos, incluido el vicepresidente Mike Pence, se dieron cuenta el pasado miércoles de que, si seguían ejerciendo de portavoces de esa “sospecha”, podrían convertirse también en los representantes de quienes ven con buenos ojos la toma del parlamento, con las posibles repercusiones judiciales que esa sediciosa deriva podría provocar.

El discurso de Lindsey Graham, en concreto, resume muy bien el papel que desempeñó el establishment republicano en la trayectoria populista del partido. El senador de Carolina del Sur escribió en 2016 que, si nominaban a Donald Trump, el Partido Republicano acabaría siendo destruido y “nos lo mereceríamos”. Luego, al comprobar que lo que iba a ser destruida era su carrera política a corto plazo, decidió aprovecharse del venenoso carisma del futuro verdugo de su formación política. En una desacomplejada exhibición de cinismo, Graham reconoció esta semana que ya había tenido suficiente y que había llegado el momento de bajarse del carro trumpista. “Tuvimos un viaje increíble”, afirmó, recordando su lealtad al presidente. Él aseguraba que también quería destapar la corrupción en esos estados donde algunos decían que habían votado prisioneros y menores de edad y que sus compañeros tenían derecho a plantear ciertas objeciones al conteo de votos. Sin embargo, concluía Graham, los abogados de Trump no consiguieron presentar “ni una sola evidencia”. Resulta que en eso (argumentum ad ignorantiam) consiste la conspiración: la ausencia de pruebas es una prueba de que la conspiración existe. Del asalto al Capitolio quedarán las imágenes de los vándalos profanando el templo de la democracia. Pero la salud de una sociedad, como sabemos, no la deteriora una pandilla de energúmenos violentos, sino el amparo de los que encuentran en ellos una coartada para sobrevivir o progresar políticamente y el apoyo de los que, mirando hacia otro lado, justifican la sangre derramada, siempre por los otros.