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González Sinde

Lo mejor del año que ha terminado

Me fastidian esas listas que compendian en pocas líneas 52 semanas de novedades. Rodar una película, publicar una novela, grabar un disco, montar una función de teatro, coreografiar un espectáculo, inaugurar una exposición son esfuerzos monumentales en lo económico y en lo humano. Sin embargo, a final de año, cuando los críticos echan la vista atrás, solo una infinitésima parte de manifestaciones culturales se salva de la quema. Este año, las consabidas listas de los mejores me resultan aún más crueles. Es como si en un aula solo contaran los que sacan sobresalientes. Se alegrarán los pocos elegidos y se lamentará el resto, la inmensa mayoría. Es así porque para la cultura ha sido un año devastador en el que numerosas obras salieron a la luz sin que nos enterásemos de su existencia. Y no hablo de productos de segunda o tercera categoría, sino de propuestas que en circunstancias normales hubieran gozado de repercusión, no digo de éxito, que eso nunca se sabe, sino al menos de la oportunidad de que espectadores, lectores, oyentes o aficionados nos enterásemos de que estaban ahí para nuestro disfrute.

Tal vez el año que viene permita una repesca, pero lo dudo. El frenesí hiperconectado en el que vivimos dio ya sepultura a las novedades que nacieron cadáver. Lo sé porque yo misma vi cómo un libro del que soy coautora fue directo de la imprenta al sumidero solo porque su lanzamiento estaba previsto para marzo. Ahí yace. Lo siento por las editoras que tanta ilusión y mimo habían puesto en él. Lo siento por los árboles que se talaron en vano para proporcionar la pulpa de su papel. Pero las editoriales, como las madres de familias numerosas de antaño cuando la mortandad infantil era alta, no pueden encariñarse con todos sus libros y a los que nacen torcidos los dejan ir sin mirar atrás, sus brazos llenos ya con el peso del siguiente. Solo quedamos las autoras para llorarlos. Con un poco de suerte, si se acuerdan, las editoras me avisarán cuando en almacén se dispongan a triturarlos. Me podré hacer con unas decenas de ejemplares descatalogados para guardar y regalar como se ofrece el recordatorio de un muerto en los funerales.

Dirán ustedes que este es un mal menor comparado con las terribles ausencias que la pandemia ha dejado en miles de familias. Sin duda alguna. No hay nada tan precioso como una vida humana ni tan devastador como la muerte de un ser amado a la que se asiste con impotencia, pero las expresiones culturales son su mejor sucedáneo, tal vez el único remedio para amortiguar el desconsuelo de esas pérdidas. Detrás de cada obra de creación buena, mala o regular, está la vida.

Vaya esta elegía por todo lo que podríamos haber visto y oído, bailado, reído y llorado y nos quedamos sin sentir en 2020. Vaya por cuantos no salieron al escenario y cuantos no les aplaudieron. Vaya por los cines vacíos mientras desde sus pantallas iluminadas los personajes recitaban diálogos para nadie. Vaya por las galerías y los museos que no recibieron las pisadas de los visitantes. Vaya por los bailarines que no tuvieron ocasión de ponerse las zapatillas, por los pianos que se desafinaron de no tocarlos, por los libros cuyas páginas nadie pasará y cuyos lomos nadie colocará por orden alfabético en la librería de casa.

Cuando escribimos, pintamos o componemos, no lo hacemos para el aire. Cada obra de creación es una carta a un destinatario más o menos impreciso: nuestros semejantes. No hay ni satisfacción ni sentido en una obra que no culmina su viaje, cuya gestación se aborta cuando estaba casi a término. De ese duelo también habremos de recuperarnos. Es, como todos los ciclos que no se cumplen, una forma de fracaso. Y no sé bien qué se hace con todo eso. Quizás yo esté aquí proyectando y me cueste asumir algo tan simple como que los objetos de arte, incluso los espectáculos, no son más que eso, artefactos inánimes y prescindibles. Pero los vivo como silencios, cientos y miles de silencios que se amontonan y llaman mi atención como un violín que dejase de sonar en plena sonata, una actriz que callase en mitad de una frase. Falta el resto. Lo que íbamos a vivir y se quedó a medias. A ver quién se atreve a hacer esa lista de silencios.

*Escritora y guionista

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