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Julio Picatoste

Indios no tan salvajes

En la antigua y benefactora colección Austral, serie verde –¡aquellas típicas sobrecubiertas cuyo color variaba en función del género literario!–, se editaba por cuarta vez (1964) la obrita titulada “El libro del hombre de bien”, recopilación de varios escritos de aquel hombre tan querido y admirado por sus contemporáneos que fue Benjamín Franklin; el título del libro hace honor a la calidad humana de su autor. Uno de aquellos artículos, escrito en 1784, se titula “Los salvajes de América del Norte”. Es una delicia volver a leerlo porque reencuentro allí a unos hombres que, lejos de responder a un sentido peyorativo del término “salvaje”, estaban adornados de virtudes y de un sentido común que invitan al “hombre blanco” a reflexionar sobre su soberbia y pretendida superioridad de seres “civilizados.” Aquellos pueblos sencillos fueron capaces de dar auténticas lecciones de bonhomía y honradez a los que eran, al cabo, invasores de sus tierras. No apetecían nuestras costumbres y formas de vivir porque en modo alguno las tenían por superiores. Lamentaban, por ejemplo, la falta de hospitalidad del hombre blanco, precisamente con ellos que tanto se esmeraban con el visitante. Muchas de las cosas que nosotros valoramos eran para ellos futilidades, y el modo de vivir de los blancos, siempre ocupados, laboriosos bajo el apremio del tiempo les parecía una forma baja y servil de vivir.

Aquellos indígenas de la América del Norte se regían en su vida social por el criterio y juicio de los mayores a los que tenían por sabios consejeros. No necesitaban prisiones ni fuerzas coactivas de policía y vigilancia. Era proverbial su respeto por la palabra y la oratoria. Jamás interrumpían el discurso del interlocutor; esperaban siempre a este que terminara de hablar; la infracción de esta norma se consideraba tan grave como un insulto. ¡Ay de nuestros tertulianos pisapalabras! Deplorable es ese vicio español de lanzarse sobre la exposición del otro, como un verdadero salteador de la palabra ajena, interrumpiendo su discurso para superponer irrespetuosamente su opinión sobre la del contrario.

También nos refiere Franklin una costumbre de estos indios que constituye una verdadera lección de exquisito respeto por los otros. Cuando recibían una propuesta del hombre blanco sobre asuntos de interés público, no respondían de forma inmediata sino que esperaban al día siguiente. Querían de ese modo significar que daban importancia a la proposición ajena, que ni la infravaloraban ni la despachaban irreflexivamente; antes al contrario, porque la estimaban, se tomaban un tiempo para considerarla. Otra cosa sería una indelicadeza para con la otra parte.

Pero esa cortesía con el otro no iba nunca en detrimento de su propia dignidad ni suponía abdicación alguna de la exigencia de reciprocidad. Deliciosa, en este sentido, es la experiencia que Franklin relata y yo resumo. Ante un nutrido grupo de indios el misionero evangelizador narra los hitos más significativos de la historia de la religión católica, desde Adán y Eva, con su fatídica manzana tan inoportunamente mordida, hasta la llegada de Jesucristo; una larga historia trenzada de episodios como el del profeta Elías transportado a los cielos en un carro de fuego, la zarza incandescente que alumbró los diez mandamientos que fueron a manos de Moisés, su paso por sendero abierto a través de las aguas separadas del Mar Rojo, la muerte de Jesús y su resurrección al tercer día, y tantos otros. Los indios, apiñados, escuchaban con reverente silencio y las miradas clavadas en el predicador, cuyas palabras y gestos seguían con embeleso. Una vez hubo terminado, uno de los indios le agradeció que hubiera venido desde tan lejos para contarles lo que su madre le había enseñado; pero, al mismo tiempo le dijo que “en recompensa” él le contaría algunas de las cosas que “nosotros hemos aprendido de nuestras madres”. Y el indio comenzó su relato, una historia de cazadores a los que se aparecía una hermosa mujer que descendía de las nubes; y puesto que los cazadores la trataron con generosidad y le dieron de comer, ella les recompensó colmando sus tierras de alimentos y plantas exuberantes, pródigas en suculentos frutos. El misionero encontró que todo aquello que el indígena le había narrado era un cuento absurdo. El indio, molesto por la observación del misionero, al tiempo que le reprochaba su falta de educación y respeto, le contestó: “Hemos escuchado y hemos creído vuestros cuentos; ¿por qué rehusáis creer los nuestros?”

Mucho debe hacernos reflexionar esta conmovedora respuesta. Hágalo el lector y saque sus propias conclusiones.

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