Opinión
El control de la “desinformación”
Hay pocas jurisprudencias más sólidas que la referida a las libertades de expresión e información. Desde las primeras sentencias del Tribunal Constitucional se han marcado unas pautas claras sobre el sentido y alcance de ambos derechos fundamentales. Y, se ha deslindado claramente el papel de las autoridades públicas. La preservación de la comunicación libre sin la cual no hay sociedad libre ni, por tanto, soberanía popular, exige la interdicción con carácter general del poder público. En una última sentencia en la materia del pasado 25 de febrero, el Tribunal ha llegado a amparar unos tuits de contenido polémico por considerarlos cubiertos por la libertad de expresión.
De ahí la importancia de adaptar la libertad de información al nuevo escenario, reforzando el mecanismo clásico de la garantía de la veracidad de lo informado, con todas sus dificultades. Veracidad en clave procedimental, como exigencia de diligencia en el manejo de fuentes fiables, Y, ello como un valor intrínseco a la comunicación pública libre, que vaya incluso más allá de la esfera de su protección constitucional, que solo impone esta exigencia para legitimar informaciones que puedan afectar a otros derechos fundamentales.
Esta exigencia es bien conocida por los profesionales de los medios, interpelándoles a actuar con especial responsabilidad. Pero se enfrenta con la dificultad de exigirles a nuevas plataformas una implicación a la que son renuentes por considerarse meros intermediarios en ese –aparentemente– libérrimo desenvolvimiento cooperativo de las redes sociales. Que el contenido de lo comunicado no sea falso o engañoso y que con ello se pretenda defender bienes públicos legítimos no deja de ser una paradoja. Algo que conviene poner de manifiesto en un escenario tan lábil como lo que enfáticamente se califica como “lucha contra la desinformación”, en el que los Estados asumen un papel delicado, que solo es legítimo en cuanto se mantenga en un ámbito de absoluta excepcionalidad en lo que suponga incidir sobre el proceso de comunicación.
La actuación de detección y seguimiento de las “campañas de desinformación” pudiera resultar legítima, en cuanto afecte a la seguridad nacional mediante acciones de alcance necesariamente muy limitado en lo que suponga supervisión y, en su caso, control de esta desinformación. Formulado en los términos de nuestra Constitución, es intolerable cualquier tipo de censura: ni las “más débiles y sutiles, por cuanto implicaría que el poder público perdiera “su debida neutralidad respecto del proceso de comunicación pública libre garantizado constitucionalmente”. Como también son intolerables los secuestros de publicaciones, a salvo la previa autorización judicial, que solo puede verse sustentada en la vulneración de los derechos que contrapesan las libertades de expresión e información
El cambio cualitativo viene dado por la intensidad del fenómeno, no por su naturaleza intrínseca. De ahí que las instituciones europeas hayan decidido abordar una labor de evangelización al respecto, pues los textos aprobados por Bruselas no son más que un ejemplo de una “comunicación estratégica” que ellos mismos identifican como instrumento para luchar contra la desinformación. Y, en un alarde de transparencia –innecesaria–, el Gobierno hizo público el Procedimiento de actuación contra la desinformación que tanta polémica ha suscitado. Conocido su contenido, puede concluirse que la actuación española en los procesos de detección y reacción sobre campañas de desinformación que auspician las autoridades europeas, se cubre de luces y sombras.
Nada hay, más allá de formulaciones genéricas, que concrete mecanismos de actuación distintos a los de reacción respecto de puntuales campañas de desinformación. No se precisan, ni anuncian, instrumentos para instar la implicación plena en la lucha contra la desinformación de los medios de comunicación y las plataformas. Ni de las distintas Administraciones Públicas, ni de la sociedad civil. Un procedimiento que, en definitiva, encierra más dudas que certezas en la fijación del siempre difícil equilibrio entre libertad y poder.
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