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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Otra ley para desasnar

Probablemente haya sido Camilo José Cela, el del Nobel, uno de los intelectuales que más y mejor defendió la figura del asno, a menudo denigrado por el hábito general de comparar a los rucios con la parte más obtusa del género humano. Del burro decía Cela que es airoso y glorioso; y que su rebuzno es una hermosa y fortísima música de viento. Hasta sus estruendosas ventosidades le parecían épicas.

Al pollino ya nos lo había hecho entrañable Juan Ramón Jiménez, cuando enamoró a sus lectores con la historia de aquel Platero pequeño, peludo, suave y con tacto de algodón que parecía no tener huesos de puro blando.

Quizá esa prolija evocación lírica del burro venga al caso ahora que el Congreso acaba de aprobar una nueva Ley de Educación que, como todas, fue redactada con el propósito de desasnar todo lo posible a los estudiantes españoles. Se trata de la octava ley, o por ahí, en solo cuarenta años de democracia; lo que acaso dé idea de las muchas dudas que atormentan a los políticos encargados de legislar sobre la enseñanza en España. Cada Gobierno trae consigo la suya.

Razones hay, sin duda, para ir cambiando cada pocos años el sistema educativo, por si alguna vez suena la flauta. Ahí está, por ejemplo, la tasa de repetidores de curso que en España duplica orgullosamente la media de los países de la Unión Europea y tanto contribuye a que crezcan los números del fracaso escolar.

Tan alta proporción de alumnos fallidos inquieta, como no podía ser de otra manera, a las autoridades que tienen entre sus obligaciones la de instruir a los jóvenes que llegan a las aulas.

Felizmente, el actual Gobierno ha encontrado una probable solución que ya ensayaron, al parecer sin mucho éxito, otros gobernantes anteriores. Consiste la fórmula en limitar a casos excepcionales la repetición de curso, de tal manera que los educandos progresen adecuadamente en sus estudios al margen de las asignaturas pendientes.

La medida recuerda vagamente a la que se le atribuyó hace muchos años a cierto profesor español para reducir la mortalidad en los accidentes ferroviarios. Enterado por la estadística de que el mayor número de víctimas solía producirse en el vagón de cola de un tren, el experto alumbró una luminosa idea: “¡Suprimamos el último vagón y asunto arreglado!”. Puede que lo dijese irónicamente, claro está.

No es seguro que esta relajación de exigencias vaya a mejorar el grado de conocimientos adquiridos por la tropa estudiantil; pero, en esto, como en todo, habrá que esperar a los resultados para evaluar la eficiencia de las nuevas disposiciones. Es de suponer que, al cabo de tan numerosos cambios legislativos, alguna vez darán con la tecla los gobiernos y los pedagogos que los asesoran.

Con la ley recién aprobada por el Congreso se completa una no muy nutritiva sopa de siglas que arrancó con la LOECE y siguió con la LODE, la LOGSE, la LOPEG, la LOCE, la LOE y la LOMCE hasta desembocar en la LOMLOE, o Ley Celaá. El resultado de tanto potaje no deja de ser bastante mejorable a juzgar por la modesta posición de España en los informes PISA; pero no está de más intentarlo de nuevo.

Otra cosa es que al bípedo poco instruido se le compare despectivamente con un burro, cuando la culpa de su mala educación -si alguna hubiere- convendría achacársela más bien al ministerio. Ya lo decía Cela, antes que Celaá: un respeto para el asno.

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