Es casi seguro que entre los numerosos, y muy diversos, calificativos que se aplican a los políticos aparece de forma escasa, si es que aparece, el de “ingenuos”. Y es que se supone que para alcanzar un nivel siquiera mínimo en ese oficio, es preciso ser cualquier cosa menos eso, e incluso hay quien cree que no conviene ni siquiera aparentarlo. Sin embargo, y aunque pueda parecer sorprendente, haberlos, haylos: en Galicia, al menos siquiera en teoría, a la vista de cómo van las cosas aquí, y de al menos setenta y cinco. Son los y las señorías con escaño en la Cámara del Hórreo.

Una vez recuperados de la sorpresa, quienes opinen otra cosa podrán añadir al introito la explicación de un punto de vista tan extraño. Previo un par de matices, por supuesto: uno, que la ingenuidad que se atribuye a esos políticos responde a causas diferentes, desde la que corresponde a quienes puedan suponer que la gente del común aún pueda concederles cierta credibilidad. El segundo, que el público no acuerde a distinguir entre la superchería de decir una cosa y pensar la contraria, costumbre muy frecuente pero no exclusiva de ese oficio.

El caso es que los diputados que aprobaron por unanimidad la petición al Gobierno para que intervenga Alcoa son al menos en parte los mismos que hicieron algo parecido solicitando la nacionalización, previa a su cesión a la autonomía, de la AP-9 y recibieron el placet del aún ministro Ábalos. Incluso habrán repetido los que asistieron a las declaraciones del representante del BNG en el Congreso, señor Rego, cuando contó que el Gobierno –central– le había prometido la gratuidad de la autopista a cambio de su voto. Impertérritos, los de ahora esperan que la SEPI compre Alcoa en un santiamén: esta visto que la ingenuidad se hereda, o pasa de un escaño a otro.

Sea como fuere, la decisión del Parlamento gallego, si por un milagro –otra ingenuidad– fuese atendida por Moncloa, se abriría una ventana nueva en la lucha contra el paro; cuando una empresa de cierto tamaño entrase en pérdidas, o lo intentase, una solución sería hacer a sus trabajadores empleados públicos. Y después, pasado cierto tiempo, funcionarios. Lo cual sería una digna solución, sin duda, para ellos pero aunque sentase precedente, de muy difícil generalización. Y en términos de tramitación financiera seguramente imposible, aunque no guste leerlo.

Y no se trata, en absoluto, de cerrar el paso a fórmulas que alivien la situación de cuentos de familias agobiadas por la pérdida de empleos en los que llevaban muchos años en bastantes casos. Solo de poner de manifiesto que lo escrito, con el añadido de las serias dificultades legales y un plazo largo para sortearlas, deben ser tenidas en cuenta, y el Parlamento lo sabe. De modo que la alegría de votar lo que se sabe que sienta bien podría recibir un aplauso generalizado, solo se podrá mantener fingiendo la ingenuidad de ignorar los detalles antes de votar O sea, lo de siempre.

¿No...?