¿Debemos reabrir todas las actividades comerciales (bares, restaurantes, hoteles, gimnasios, lugares de ocio, centros comerciales y deportivos, cines, teatros) de forma inmediata o hemos de esperar primero a consolidar el control de la segunda ola del covid-19? En todo caso, ¿qué criterios podemos utilizar para decidir una cosa u otra?

Hay dos aproximaciones a esta cuestión. La primera es desde el punto de vista de lo que es bueno para el interés general de la sociedad. La segunda es desde el punto de vista de lo que conviene a la economía. Veamos.

Desde el punto de vista de lo que es bueno o moral, la respuesta está clara: lo primero es salvar vidas. Evitar muertes, ya sean muertes directas por contagio de covid-19 o indirectas, de personas que no pueden ser atendidas por otras enfermedades graves. Y evitar también los daños temporales o permanentes de personas que han padecido el covid-19. Si cerrando algunas actividades en las que hay evidencia de ser focos de contagio salvamos vidas, deben cerrarse.

¿Y desde el punto de vista del coste económico? También. Desde los años 80, los economistas han dedicado mucho esfuerzo a calcular el “valor económico de una vida” para orientar medidas regulatorias para la producción y consumo de bienes que son dañinos para la salud o el medioambiente. Permítanme no entrar aquí en el detalle de la metodología utilizada. Economistas expertos en riesgo e incertidumbre como W. Kip Viscusi, de la Universidad de Vanderbilt, han hecho ese cálculo. Así, antes de la pandemia, para EE UU se estimaba que el valor económico de una vida era del orden de 10 millones de dólares por muerte evitada (unos 8,5 millones de euros). Con la pandemia habrá que ajustarlo al alza. Los valores son similares para la Unión Europea. Multipliquen ese valor por el número de muertes evitables por covid-19 y verán que estamos hablando de cantidades exorbitantes. El coste económico de los cierres comerciales es mucho menor.

Por lo tanto, lo que es inteligente y económicamente razonable coincide con lo que es bueno y moral desde el punto de vista del interés general de la sociedad, que es salvar vidas. Los cierres son legítimos en la medida en que con ellos protegemos el bien superior de la vida.

Ahora bien, este argumento no es una licencia para que los gobernantes puedan decidir restricciones a su conveniencia. Hay dos requisitos a considerar. El primero es si hay evidencia de la eficacia de cada restricción que se adopta. Aquí se toman decisiones sin información suficiente. El Gobierno sueco no obliga a llevar mascarillas porque considera que no hay evidencia científica de su eficacia, aunque recomienda utilizarlas en determinadas circunstancias.

La segunda es si deben ser los afectados por la restricción los que han de hacerse cargo de su coste económico. Podemos ver la decisión de cerrar como un seguro colectivo que las autoridades imponen para salvar vidas. Desde esta perspectiva, la pérdida de ingresos de los establecimientos obligados al cierre es la prima que hay que pagar por ese seguro colectivo. Ahora bien, ¿deben pagarla solo los propietarios? Pienso que no. La sociedad, que es la beneficiada por esa medida, debe hacerse cargo de una parte de la pérdida de ingresos, a través de los Presupuestos públicos.

Eso es lo que ha hecho el Gobierno alemán al conceder a los establecimientos cerrados una subvención por un importe igual al 70% de la caída de ingresos del 2020 comparados con la que tuvieron en el 2019. Lo ha hecho también el Gobierno de Navarra. La subvención obliga a las autoridades a equilibrar bien las decisiones de cerrar. Y, de paso, es una forma de reducir la economía sumergida: todo negocio que quiera beneficiarse de la subvención tiene que estar dado de alta.

Por lo tanto, hay razones tanto de naturaleza económica como moral para cerrar actividades comerciales y adoptar restricciones a la movilidad. Pero les confieso mi temor a que nuestros gobernantes se estén acostumbrando a utilizar de forma discrecional y autoritaria las restricciones. Es más fácil y cómodo que montar un sistema eficaz de salud pública mediante pruebas, rastreo y aislamiento focalizado.

En este sentido, el covid-19 no es únicamente una crisis de salud pública, también es una crisis de la razón política. No debemos dejar la decisión de restringir libertades solo a los gobernantes ni a los expertos epidemiólogos. Solo razonando colectivamente sobre estas cuestiones podremos evitar que el covid-19 traiga un nuevo autoritarismo político.

*Economista