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Joaquín Rábago.

¿Qué hará Biden con los tratados sobre armamento nuclear firmados por EE UU?

Se ha escrito más de una vez – lo ha escrito uno mismo- que el presidente que ahora se resiste como gato panza arriba a abandonar la Casa Blanca no emprendió, a diferencia de sus predecesores, ninguna nueva guerra. Tenía, es cierto, otras armas muy poderosas como el boicot económico de los países cuyos regímenes desaprobaba, de consecuencias en muchos casos también masivamente letales.

Donald Trump ha mantenido, eso sí, la presencia militar estadounidense en más de ciento cincuenta países del globo, aunque pretenda ahora reducirla en Irak y Afganistán, las operaciones secretas de la CIA, el lanzamiento de drones contra objetivos terroristas en los que han muerto numerosos civiles y ha cuidado especialmente sus fuerzas especiales como los famosos Boinas Verdes, los SEALS (equipos de tierra, mar y aire de su Marina de Guerra), los Rangers y, por supuesto, a las decenas de miles de mercenarios de compañías privadas al servicio del Pentágono.

También ordenó Trump la ejecución extralegal del jefe de las Fuerzas Revolucionarias iraníes, Qassem Soleimani, lo que pudo haber provocado un conflicto de consecuencias imprevisibles en Oriente Medio, y vendió todo tipo de armamento a Arabia Saudí, con el que esa monarquía feudal siguió bombardeando sin piedad al Yemen.

Además, bajo su presidencia aumentó de modo extraordinario el presupuesto de defensa, dedicado muy especialmente a la producción de armamento para el propio rearme y el de sus aliados. Todo eso lo heredarán los demócratas de Joe Biden y Kamala Harris cuando se produzca el próximo enero el recambio que, pese a las maniobras torticeras de tan indigno presidente, todos esperamos en Washington.

El próximo ocupante de la Casa Blanca tendrá que decidir ante todo qué hacer con todos los tratados sobre armas nucleares de los que Trump decidió retirar a su país, como el de fuerzas de alcance medio (INF) firmado con Moscú en 1987, o el de Cielos Abiertos, ratificado por 34 países que permitía a cualquiera de los firmantes sobrevolar el territorio de cualquier otro signatario para supervisar los movimientos militares y el cumplimiento de las medidas de control de armamento.

El presidente electo Joe Biden habrá de tomar también una importante decisión sobre el tratado START, que limita las armas estratégicas –cabezas nucleares, bombarderos, misiles balísticos intercontinentales– de EE UU y Rusia y que el presidente Vladimir Putin se ha ofrecido a prolongar durante un año a partir de su expiración, oferta que rechazó, sin embargo, Trump porque no incluye a China.

Pero este último país, que dispone actualmente de unas 300 armas nucleares estratégicas se niega, a su vez, a sumarse al mismo con el argumento de que tanto EE UU como Rusia cuentan, cada uno, con 6.000 armas de ese tipo, por lo que esas dos potencias deben reducir sus respectivos arsenales a ese mismo nivel antes de pedir nada a Pekín.

Para colmo, el Gobierno de Donald Trump ha instado últimamente en una carta enviada a los países signatarios del Tratado sobre la Prohibición total de las Armas Nucleares, entre los que no están las cinco potencias atómicas originales –EE UU, Rusia, China, Reino Unido y Francia, que insisten en mantener su poderío nuclear– a que se retiren del mismo con el falaz pretexto de que se interfiere con otro tratado: el de no proliferación de ese tipo de armas.

Según sus críticos, lo que no quiere en ningún modo Estados Unidos es renunciar a la posibilidad de recurrir en caso necesario al arma atómica. Algo que no sorprende de un presidente del que se cuenta que, nada más acceder al poder, preguntó a sus asesores por qué EE UU no iba a poder usar ese tipo de armas si estaban en su arsenal.

El demócrata Biden ha anunciado ya su intención de que su país vuelva a comprometerse con algunos de los tratados de los que se descolgó con Trump, entre ellos el de París sobre el cambio climático o el nuclear con Irán. Aunque está por ver qué condiciones pantea en este último caso al resto de los signatarios. Es decir si impone, como parece probable, nuevas condiciones a Teherán en relación con su programa de misiles, algo que los europeos seguramente aceptarían.

¿Qué hará, sin embargo, Biden con el resto de los tratados nucleares? Conviene no olvidar que la exsecretaria de Estado y candidata frustrada a la Casa Blanca, la también demócrata Hillary Clinton se rodeó en su día de halcones o que el propio Barack Obama, al que Biden sirvió como vicepresidente, apoyó en su día un costosísimo programa de modernización del arsenal nuclear estadounidense.

En su larga trayectoria política como senador y miembro del Comité de Relaciones Exteriores de esa cámara, Biden apoyó activamente la guerra de Afganistán y sobre todo la invasión ilegal de Irak, basada solo en mentiras, aunque luego expresase su arrepentimiento por esto último. Sin embargo, ahora, como presidente electo, se ha rodeado de muchos de sus antiguos colaboradores, que tienen contactos muy estrechos con la industria de defensa y defienden el liderazgo militar global de su país.

Cambiará para bien, eso sí, el tono y el trato de EE UU con los aliados europeos, a los que EE UU seguirá exigiendo un mayor gasto en defensa. Pero con una Rusia que no quiere tampoco quedarse atrás y una China cada vez más poderosa y dispuesta a seguir armándose frente a su principal rival económico, aun con el errático y despótico Trump afortunadamente fuera de la Casa Blanca, el panorama no resulta especialmente tranquilizador. ¡Ojalá nos equivoquemos!

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