Séneca sentenció: “Morir más pronto o más tarde no tiene importancia; lo que sí la tiene es morir bien o morir mal, y es, ciertamente, morir bien huir del peligro de vivir mal” . Unos siglos más adelante, Agustín de Hipona, rechazaría cualquier práctica de muerte voluntaria. Montaigne en sus ensayos, por el contrario, dejó muy claro que la “muerte voluntaria es la más hermosa. La vida depende de la voluntad ajena; la muerte, de la nuestra”.

La eutanasia o la muerte voluntaria para enfermos incurables se considera hoy en día la última frontera de los derechos y libertades individuales. La eutanasia suscita polémica a la hora de su regulación normativa. La configuración de esta materia como “derecho” hay que situarla en Inglaterra, cuando allí se crea en 1935, The Voluntary Euthanasia Society, una entidad apoyada por intelectuales y escritores de la talla de J. Huxley, G. B. Shaw y H. G. Wells . En nuestro país hasta el año 1984 no ve la luz la muy meritoria Asociación Española Derecho a Morir Dignamente.

No hay duda de que los avances médicos y científicos permiten prolongar la vida más allá de los límites conocidos hasta hoy mismo por los científicos clínicos. Pero, al tiempo, se ha abierto el debate ético y político. Un debate sobre la oportunidad de la introducción del derecho a morir en nuestro ordenamiento jurídico. Un debate en el que, como señaló con acierto Jankélévitch, no subyace tanto un problema ético o jurídico del paciente, como del médico y los profesionales sanitarios que se han de enfrentar a esta compleja cuestión de la asistencia para finalizar la vida. No son muchos los países que tienen legalizada y regulada la eutanasia, siendo además muy distintas y diversas las concepciones tenidas en cuenta por sus legisladores para afrontar la ordenación legal de este derecho individual. De esta manera, en algunos países se autoriza exclusivamente en determinados casos, mientras que otros ordenamientos alumbran prácticas de diferentes formas pasivas de muerte asistida a través del llamado testamento vital (retirada de terapias de soporte vital, sedación y control de síntomas dolorosos o desagradables, etc).

El cuerpo, la vida, es nuestra primera posesión. Es lógico que sea lo último de lo que podamos disponer cuando desaparecemos, sin que nada o nadie pueda impedirlo. El liberalismo doctrinario (Locke) aboga por el derecho natural de cada individuo a la vida, la libertad y la propiedad. El derecho a la vida y la libertad para los liberales no es más que el ejercicio del derecho de propiedad sobre el cuerpo y su destino. Sin embargo, la eutanasia o muerte voluntariamente decidida encierra la paradoja aparente de que la destrucción del objeto poseído conlleva también la del sujeto. Pero, precisamente, lo que traslada esta doctrina es una proyección del reconocimiento del derecho del propietario a acabar, eliminar o desechar cualquier objeto de su propiedad.

La despenalización del auxilio al suicido es cuestión jurídicamente distinta de la regulación legal de la eutanasia. ¿Los poderes públicos del Estado social y democrático de Derecho deben mantenerse al margen de la administración y financiación de la eutanasia voluntaria? ¿Corresponde solo a enfermos y sus familias asumir el coste material y psicológico de morir antes de que se produzca un final agónico? A mi juicio, el Estado tiene que estar presente como garante de que en ningún caso se cometen fraudes o se realizan amenazas contra quien libremente, y en plenas facultades, ha de poder expresar sus últimas voluntades. Los poderes públicos tienen, sencillamente, que dejar hacer, pero no inmiscuirse en ese ámbito estrictamente privado. Los poderes públicos del Estado social y democrático de Derecho deben limitarse a reconocer y garantizar el libre ejercicio del derecho a morir dignamente.