“Me siento alarmado ante la posibilidad de que se convierta en presidente. Es el hombre menos capacitado para ocupar el cargo. Tiene muy poco respeto por las leyes y por la Constitución. Su temperamento es terrible. Es un hombre peligroso”. Esta afirmación nos resulta familiar. La hemos leído y escuchado muchas veces en relación con Donald Trump. La cita, sin embargo, es de Thomas Jefferson. El autor de la “Declaración de Independencia” hablaba de Andrew Jackson, a quien veía como un personaje asilvestrado y vulgar que anteponía la pasión a la razón (utilizó concretamente el adjetivo unfit, con el que tantas veces se ha definido a Trump). Más de un siglo después, en 1959, un joven senador de Massachusetts llamado John Fitzgerald Kennedy pronunció las palabras de Jefferson durante la “cena Jefferson-Jackson”, que tuvo lugar en Ohio, en la que se rendía homenaje a los dos presidentes, considerados como los fundadores del Partido Demócrata, con el objetivo de señalar las discrepancias que exhibieron siempre los miembros de esta formación política.

No sabemos cómo se tomaría Jefferson la ironía de ser “cancelado” junto a Jackson en el siglo XXI, pues hace unos pocos años los demócratas decidieron eliminar sus nombres de varias galas estatales de recaudación de fondos, uno (Jefferson) por ser dueño de esclavos y otro (Jackson) por lo mismo y por expulsar a las tribus nativas de sus tierras. Lo cierto es que Jackson fue, en sus tiempos, muy popular, adorado y desdeñado con la misma intensidad. Cuando le concedieron un título honorífico en la Universidad de Harvard, John Quincy Adams, exalumno de esta institución y el rival que Jackson derrotó en las elecciones de 1828, se negó a asistir mostrando su indignación porque que le habían otorgado ese prestigioso premio a un “bárbaro que apenas puede deletrear su propio nombre”. El historiador Henry William Brands descubrió que ese “bárbaro” es el que más aparece en los Atlas de Estados Unidos porque numerosos condados y villas llevan su nombre (el siguiente es Benjamin Franklin).

Las diferencias entre Jackson y Trump son notables. Entre otras cosas (y sin entrar en cuestiones de principios morales e ideológicos), Jackson fue un héroe de guerra (el propio Jefferson reconocía sus virtudes castrenses) y, antes de presentarse a la presidencia, ostentaba una dilatada carrera como representante de su estado, Tennessee, en ambas cámaras. Pero ambos presidentes se han caracterizado por tener unos seguidores entusiastas que están dispuestos a defenderlos a cualquier precio, o, como dijo el periodista conservador Jonah Goldberg al referirse a los trumpistas, por tener “una capacidad enfermiza para dominar las mentes de las personas”. No hay más que escuchar a algunos de los que se manifestaron en Washington DC protestando por el “robo de las elecciones” mientras repetían las disparatadas teorías de la conspiración que tanto se difunden en las redes sociales.

Estos últimos días hemos asistido a la colisión entre los universos paralelos que fueron progresando desde las elecciones de 2016. Mientras el mundo (real) pasa página, otro mundo (imaginario) se ha quedado instalado en la fantasía negándose a reconocer unos hechos poco apetecibles. De ahí que a veces confundamos una victoria con un cambio. El historiador Jon Mecham suele decir que, guste o no guste, Andrew Jackson “somos todos”, sugiriendo que representa el espíritu de una época que no podemos juzgar aplicando los valores del presente. Donald Trump también es un producto de otra época, la nuestra, y los historiadores del futuro así lo verán. Lo que estamos viendo ahora puede que sea un disparate, pero es un disparate promovido por un número significativo de republicanos y legitimado por 73 millones de votos. No lo olvidemos. Y si el disparate ha venido para quedarse, la derecha alternativa dejará de ser alternativa para convertirse en la Derecha, con mayúsculas y a secas.