Dentro de unos días, se cumplirán 42 años desde que el 6 de diciembre de 1978 el pueblo español ratificó en referéndum nuestra vigente Constitución. Seguramente, ese día la prensa publicará numerosos artículos sobre la efemérides en los que se destacarán diversos aspectos de nuestra Carta Magna. Mi valoración del estado actual de nuestra Constitución es la que sigue.

Cuando se aprobó el texto constitucional, se asemejaba a un casco absolutamente liso y resplandeciente. Y hablo de casco, porque fue la cobertura jurídica que se dio el pueblo español para amparar nuestra convivencia democrática conforme al orden económico y social justo que implantaba nuestra ley de leyes. A lo largo de estos años, ese casco ha recibido numerosos martillazos propinados por la propia clase política y está repleto de abolladuras.

De los principios que integran el Título Preliminar de la Constitución, el primero que está siendo fuertemente golpeado es el de la “soberanía nacional del pueblo español” (art. 1.1.). Nuestro legislador constituyente acogió, sin duda, la idea expresada por Abraham Lincoln en el discurso de Gettysburg e instauró “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Pues bien, en la actualidad, con base en un inexistente derecho a decidir, se están reivindicando machaconamente supuestas soberanías locales, como la catalana o la vasca, que pretenden sustituir a la soberanía nacional española.

La segunda abolladura de nuestra Constitución tiene que ver con la forma política del Estado español: “la monarquía parlamentaria” (art. 1.3). Este principio está siendo también fuertemente hostigado. Por una parte, el secesionismo independentista catalán ya se atrevió a declarar unilateralmente la república independiente de Cataluña; y, por otra, Unidas Podemos, partido político de la coalición de Gobierno, se viene manifestando públicamente, no como partidario de una modificación constitucional que sustituya la monarquía parlamentaria por la república (cosa que sería lícita), sino como un ariete comunicacional que bate implacablemente contra la forma política de nuestro Estado.

Los indicados ataques al principio de la soberanía nacional repercuten también en el principio de la “indisoluble unidad de la Nación española” y el de “la solidaridad interterritorial” (art. 2). El principio de la indisoluble unidad de España no solo ha resultado afectado por el reseñado intento de instaurar la república independiente de Cataluña, sino que sigue amenazado, ya que, a pesar de haber sido condenados por sedición, los independentistas manifiestan descaradamente, una y otra vez, que volverán a repetirlo. Y en cuanto a la solidaridad interterritorial los partidos nacionalistas siguen consiguiendo, gracias a la importancia de sus votos para alcanzar la mayoría de gobierno, mejoras para sus territorios a costa de perjudicar a los más desfavorecidos.

Otra gran abolladura –y esta es de una gran envergadura que resulta inexplicable la pasividad con la que está siendo respondida– es la que sufre la lengua española (art. 3). Y es que afirmar hoy que el castellano es la lengua española oficial del Estado es, en rigor, más la expresión de un deseo que una norma con la fuerza vinculante de un precepto constitucional. El continuo y progresivo ataque del castellano en las autonomías con lengua propia ha adquirido tal dimensión política que la lengua castellana se ha convertido en “mercancía” política que se intercambia por votos. El intento de suprimir el castellano como lengua vehicular en la enseñanza es un paso más, aunque no será el último, para que las lenguas propias de cada comunidad autónoma sean las verdaderamente preponderantes en su respectivo territorio en detrimento de la lengua común española.

Pocos símbolos constitucionales han recibido más golpes de desprecio y rencor que la bandera de España (art. 4), que es pitada y quemada por una parte de la ciudadanía, sin que exista parangón en ningún otro país del mundo, para hacer público su odio a la España constitucional de 1978. ¡Una nación integrada por ciudadanos que odian sus símbolos y que sus instituciones no logren acabar con ello tiene que hacérselo mirar!

Un nuevo golpe en el casco constitucional es la desviación, por exceso de poder, de las funciones previstas en la Constitución para los partidos políticos (art. 6). De ser concebidos como instrumentos para la participación política, se han convertido en los principales concentradores del poder político hasta el punto de originar una verdadera sustitución del poder del pueblo (democracia) por el poder del partido (partitocracia).

El último artículo del Título Preliminar que ha sido vapuleado es el 9.1 que establece que los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Pues bien, desde el poder público autonómico, la Generalitat de Cataluña, se llevaron a cabo los indicados actos de sedición contra la Constitución española. Y el vicepresidente segundo del Gobierno, miembro relevante del poder ejecutivo, viene atacando, cada vez que tiene ocasión, a la monarquía parlamentaria (forma política del Estado), y en varias ocasiones también al Poder Judicial.

Finalizo con dos abolladuras recientes que afectan a otros preceptos constitucionales que no están en el Título Preliminar pero que tienen una importancia esencial: el asalto –por el momento paralizado– a la independencia del poder judicial y la “sisa” gubernamental a las libertades de expresión y de comunicación. En cuanto al primero, desde el Gobierno se ha intentando rebajar la mayoría de los tres quintos de cada Cámara a simple mayoría para elegir a representantes del Poder Judicial. Y con respecto a la “sisa” que supone el “Comité Permanente contra la desinformación” (el llamado “Comité de la Verdad”) supone un ataque indubitado a las citadas libertades constitucionales que se supone que frenará el Tribunal Constitucional.

Ante esta situación, ¿merece la pena seguir defendiendo una Constitución con tantas abolladuras? La respuesta es claramente afirmativa. La Constitución actual sigue garantizando la convivencia de la ciudadanía en el Estado social y democrático de derecho que nos hemos dado. Nuestra Carta Magna tiene problemas de “chapa y pintura”, pero el motor sigue funcionando aceptablemente, de ahí nuestro deber de defenderla porque es de todo punto necesaria e insustituible.

*Académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España