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Javier Junceda

Soberanismo caribeño

Coincidiendo con las elecciones norteamericanas, Puerto Rico celebró su enésimo plebiscito para convertirse en el Estado número cincuenta y uno de la Unión. Como en las seis anteriores oportunidades, la voluntad popular será irrelevante para alcanzar ese objetivo, al corresponder al Congreso estadounidense integrar a la isla con plenitud de derechos, algo que no ha querido hacer desde que la bandera española se arrió en aquellas entrañables tierras en 1898.

Aunque la distancia en votos entre los que han vuelto a apostar por la anexión en lugar del actual Estado Libre Asociado sea estrecha, comienzan a levantarse voces que defienden “ser españoles de primera y no americanos de segunda”, debido a la resistencia de Washington a alterar el estatus político de Borinquen. Los impuestos que pagan a las arcas federales, superiores a algunos Estados, no están siendo motivo suficiente para conseguirlo, por variadas razones de orden jurídico y político. Ni una resolución de Naciones Unidas aprobada para zanjar esta eterna cuestión ha servido por el momento de nada, permaneciendo como estaba desde 1952.

Conversando sobre este laberinto con un médico en San Juan, le planteé que Puerto Rico fuera una comunidad autónoma española, al estilo del territorio de ultramar que fue durante cuatro largos siglos. Comparando el régimen que mantienen con su metrópoli y nuestro sistema autonómico, la única diferencia radicaría en la soberanía y la completa aplicación de la legislación nacional, que es solo parcial en el caso norteamericano. Es decir: de formar parte de España, Puerto Rico disfrutaría de idénticas capacidades que cualquier otra comunidad, respetándose su autogobierno hasta en mayor medida que en los Estados de la Unión americana.

Mi interlocutor no supo muy bien qué responderme. Por un lado, reconocía que Estados Unidos evitaba la incorporación de la isla por su acentuado carácter hispano –con el castellano como primer idioma oficial y una tradición bastante alejada de la anglosfera–, y porque los procesos de esa naturaleza en el Capitolio suelen acabar como el día de la marmota para disuadir de estas complejas iniciativas. Pero también admitía que, siendo españoles, quizá no les habría faltado ese vital aliento financiero que siempre se les regatea por su socio yanqui cuando padecen graves tragedias naturales.

Esta peculiar coyuntura puertorriqueña ha sido propuesta como modelo por el nacionalismo catalán y vasco, pese a que haya menguado al advertirse la progresiva simpatía ciudadana hacia la inclusión en Estados Unidos. Resulta sorprendente que hayan puesto su mirada precisamente en esa fórmula del Estado Libre Asociado, con el rancio aroma colonial que tiene, justo lo contrario que dicen combatir. Que se sugiera aplicar aquí esa misma figura periclitada que solo existe hoy en las Islas Marianas y rechazan en las Antillas, da muestra de la delirante deriva en que vienen moviéndose estas singulares inquietudes secesionistas.

Por su dimensión y realidad, los puertorriqueños consideran una fantasía suicida constituirse en república independiente, porque los promotores de semejante ocurrencia no llegan ni al dos por ciento del censo. E igualmente sostienen que autogestionarse sin ser miembro de pleno derecho de una gran nación no da respuesta a sus principales dilemas, de ahí que se empeñen en unirse a Norteamérica o que algunos lo busquen ahora en España, lo que les permitiría conservar sus instituciones y guarecerse bajo un sólido paraguas garantizador de su estabilidad y progreso.Cuando en Barcelona y Bilbao se percaten del sentido común que hay detrás de estos juiciosos criterios, tal vez decidan dejar a un lado esas absurdas ensoñaciones caribeñas de protectorados que no desean ya ni los pocos pueblos que aún viven en ellos, aunque la contumacia en el despropósito alimente escasas esperanzas.

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