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George W. Bush, otro eximio comunista, felicitó al mediodía de ayer a Joe Biden por su triunfo electoral y se permitió incluso llamarlo “buena persona”. También felicitó a Kamala Harris, la rumbeante negra bolchevique. Mientras tanto Trump se mantiene enjaulado con varios equipos de abogados, conectados a su vez con cientos de leguleyos en los estados donde quizás sea posible presentar y ganar recursos, siquiera sea provisionalmente. Va a putear hasta el final. Puede hacerlo –en hipótesis– hasta el 6 de enero, día señalado en el que la Cámara de Representantes y el Senado se reúnen para contar oficial y definitivamente los votos electorales. El vicepresidente –en este caso será Mike Pence–, como presidente del Senado, preside el escrutinio y anuncia los resultados de la votación. Después de ese día todos los regüeldos y pedos judiciales de Trump y compañía habrán terminado.

Lo que no terminará, por supuesto, será el trumpismo o el animal ideológico y propagandístico que le suceda. Alrededor de un 40% de los estadounidenses creerá que vive bajo un Gobierno ilegítimo y se utilizarán mecanismos y resortes para alimentar incesantemente dicha percepción. Una optimista proclama que “el populismo basado en fomentar la polarización de la sociedad tiene un recorrido limitado”. Cabe temer, más bien, que la higienización democrática de los sistemas representativos liberales –la recomposición del pacto social en democracias pluralistas dotadas de Estados de Bienestar y basadas en amplias clases medias– tiene dificultades formidables que vencer o resulta ya una labor imposible en un mundo (capitalista, globalizado, financiarizado, digitalizado, organizado por la economía de la atención) que ha cambiado drásticamente en los últimos veinte años.

Soy de los que creen que los populismos no son estrategias políticas basadas en doctrinas u opciones ideológicas. El populismo, sobre una base conceptual bastante pobretona, endeble y dicotómica, el pueblo contra las élites y cosas por el estilo, es sobre todo una metodología para la acción política. En España, por ejemplo, gobierna una coalición de izquierdas entre el PSOE y Unidas Podemos que practica un populismo metodológico. Por supuesto se cuidan mucho de denunciar a las élites –a las que obviamente pertenecen– y aún se entremezclan gustosamente con ellas: Alberto Garzón comparte canapés y tranquilidades con Ana Botín sin mayores problemas. Aquí el mal son las derechas, ademocráticas en el mejor de los casos y siempre sospechosas de golpismo, un franquismo fantasmagórico que ulula las noches de urna nueva, una conspiración cavernícola en un país el que, curiosamente, los socialdemócratas han gobernado más años que los conservadores. Para frenar la amenaza retrograda de los zombis fachas, el Gobierno, compinchado con los partidos independentistas que lo sostienen parlamentariamente, ha dictado una orden ministerial que crea una maquinaria política y administrativa que establecerá las verdades informativas urbi et orbe, ha negociado que en Cataluña el español deje de ser una lengua vehicular dentro de una estúpida y sectaria futura ley de Educación, ha pretendido modificar el sistema de mayorías para nombrar a los jueces y magistrados del Consejo General del Poder Judicial y ha conseguido manos libres en un estado de alarma que se prolongará nada menos que medio año. Bien está que los estadounidenses se hayan cargado al icono de su pesadilla populista. Es hora de que los ciudadanos de este país nos encarguemos de limitar y anular nuestra propia tentación populista: la de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias.

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