Parece que Joe Biden será el próximo presidente de los Estados Unidos. Pero, desde el día de las elecciones, han pasado algunas cosas dignas de ser subrayadas. Donald Trump, cuando todavía quedaba una gran cantidad de votos por contar, apareció ante los medios de comunicación y dijo que había ganado las elecciones. Según él, se había producido un fraude y era necesario parar la votación. En ese momento, el presidente afirmó, además, que su campaña acudiría al Tribunal Supremo, se supone que para que los jueces (sus jueces) frenaran el conteo. Una situación desagradable, sí, pero desgraciadamente predecible. Se trataba, al fin y al cabo, de la historia de un fraude anunciado. Trump, en los meses anteriores, ya había sugerido que estas elecciones estaban amañadas. No resulta muy reconfortante ver cómo el presidente de los Estados Unidos pone en cuestionamiento la democracia del país que gobierna, pero de su boca no salió ninguna palabra que no hubiéramos escuchado antes.

Luego vinieron los tuits en los que el presidente reclamaba que pararan de contar los votos. Alguien le debió de explicar que, si cesaba el conteo, Biden ganaría las elecciones, pues el candidato demócrata sumaba más votos electorales en ese momento. Entonces Trump apareció de nuevo en una rueda de prensa y dijo que había que parar de contar los votos en los lugares en los que iba ganando (Pensilvania) y seguir contándolos en los que iba perdiendo (Arizona). Habló, otra vez, de fraude y volvió a manifestar su desconfianza hacia el voto por correo. Por correo, como sabemos, votó él, y votaron, además, muchos militares destinados en el extranjero. Una hora antes de que la CNN y The New York Times declararan a Biden ganador, Trump decía en Twitter, otra vez, que había ganado estas elecciones “por mucho”.

Conviene recordar estas cosas. Es necesario mencionarlas cuando alguien señala que el lenguaje carece de importancia, que la gestión eclipsa la retórica. Entre otras razones porque el cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos, que está dispuesto a deslegitimar el proceso antes de reconocer la derrota (y sospechamos que lo hará también durante las próximas semanas), fue votado por más de 70 millones de personas. Si estos comicios se interpretan como un plebiscito sobre el movimiento que todavía lidera, no se puede decir que el resultado, basándonos tanto en las votaciones del colegio electoral como en el Congreso (entre cuyos miembros reelegidos se hallan algunos representantes que medraron o sobrevivieron a su sombra), haya sido una condena total a esa manera de hacer política.

Dejaron que Trump hiciera de Trump porque así llegó al poder en 2016: desatado y “sin complejos”, desafiando lo políticamente correcto (comentarios xenófobos y misóginos; insultos a los adversarios) y luchando contra la “prensa corrupta” (señalando a periodistas) y contra los agentes invisibles del deep state (denigrando a las instituciones). Y casi funciona. El hombre que venía para acabar con las dinastías como la de Bush y la de Clinton pretendió iniciar la suya. Ahora se va (veremos de qué manera) tratando de desacreditar lo último que le quedaba: el mismo sistema electoral que permitió que alguien como él, ese outsider sin experiencia política que decía no deberle nada a nadie, se convirtiera, hace cuatro años, en el líder de la nación más poderosa del mundo.

Más de 74 millones de ciudadanos se decantaron ahora por Joe Biden. El país sigue dividido. Y ciertos hábitos y ciertas reglas no se cambian de la noche a la mañana. Estamos sufriendo, además, una crisis sanitaria y económica. Esto es el presente. Veremos, por tanto, lo que nos depara el futuro. Porque en los próximos años comprobaremos si el mandato de Trump acaba siendo esa “pesadilla” de la que Gerald Ford quiso despertar al país tras los turbulentos años de Nixon o si, por el contrario, se confirma la inauguración de una era cuyo paréntesis solo puede ser entendido a la luz de una pandemia.