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Daniel Capó FdV

La grandeza humana

Aquel ciclismo de los ochenta nos daba la medida de la grandeza del deporte y del hombre

Mis primeros recuerdos de la televisión son unas cuantas series de dibujos – ‘Marco’, ‘Érase una vez el hombre’, ‘Mazinger Z’–, ‘Cosmos’ de Carl Sagan, el Mundial del 82, las elecciones españolas de aquel mismo año y el ciclismo: tardes y tardes veraniegas viendo el Tour o los resúmenes de la Vuelta, que se ofrecían poco antes del telediario. Era un mundo muy ochentero y quizá siga siendo el mío: la pugna implacable entre Kárpov y Kaspárov, entre Magic Johnson y Larry Bird, entre Carl Lewis y Ben Johnson, entre Borg y McEnroe.

El deporte introducía una épica de la que parecía desprovista la vida cotidiana, cuyo motor –en una isla mediterránea como Mallorca– era el ciclo de las estaciones. Creo que nada me gustaba más que pegarme al televisor –o al transistor por las noches– y seguir la evolución de los ciclistas. Me atraían los nombres menores, como Alberto Fernández o –mi favorito– Ángel Arroyo que, si no recuerdo mal, quedó segundo en el mismo Tour donde empezó a descollar Perico Delgado. Luego –en los noventa– llegaría Induráin: el primer deportista español mecanizado, con un entrenamiento plenamente científico. Los ochenta eran otra cosa, entre lo artesanal y la genialidad. Bernard Hinault destrozaba las carreras atacando de lejos, Laurent Fignon parecía hijo de Sartre y Lucho Herrera inauguraba en Europa el reinado de los escaladores colombianos. Descubríamos el ciclismo junto a la mayoría de los españoles: cimas épicas que incorporaban, a la belleza de los paisajes y la dureza del recorrido, la raigambre de una tradición. Yo tenía algunas favoritas: el Col d’Izoard, el Telegraph y el Galibier, el Puy de Dôme y la Croix de Fer; pero sobre todo el Tourmalet y el Mont Ventoux, que cantara Petrarca. Sería a finales de los ochenta cuando descubrí los Dolomitas, gracias a que Pedro Delgado corrió aquel año el Giro y se retransmitió por televisión. En aquella ocasión –fue la primavera de 1988–, se vivió una de las etapas más dantescas que recuerdo con la subida al Gavia –2.621 metros de altitud– en plena tormenta de nieve. Nunca había visto nada igual, ni creo que vuelva a verlo. Los ciclistas llegaban de uno en uno con los dedos congelados, temblando de frío, muchos cayendo de la bicicleta por síncopes. Más que cualquier otra competición, aquel ciclismo nos daba la medida de la grandeza humana, de nuestra capacidad para superar nuestros propios límites.

El ciclismo es el único deporte que me sigue interesando –exceptuando a veces el tenis–, el único al que me mantengo fiel a pesar de que mis referentes sean los de mi niñez y mi adolescencia. Me gusta seguir a media tarde la subida al Paso Stelvio –las paredes nevadas, las interminables curvas en herradura– o ver caracolear a los ciclistas frente a las paredes del Angliru. Me gusta recordar que algunas de esas montañas las he subido a pie y he sido feliz recorriendo con mis ojos esos paisajes. Me gusta creer que algún día subiré el Tourmalet –aunque sea en coche–, o Los Ancares, y que respiraré el aire helado en la cima del Gavia o del Zoncolan o del Mortirolo. Y me gusta hablar con mi hijo de estas cosas, en lugar de la pandemia o de la miseria cotidiana del poder, de su maldad desnuda. Prefiero que viva mientras pueda en un mundo más digno y más noble que el nuestro.

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