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Eduardo Jordá opinador

Las dos Américas

Una señal inequívoca de que vivimos tiempos muy extraños –casi apocalípticos, me atrevería a añadir– es que casi nadie le está prestando mucha atención a las elecciones norteamericanas de hoy martes. Es cierto que se discute en los periódicos y en las televisiones y que se publican análisis y encuestas, pero la sensación general, hablando con amigos y conocidos, es que esas elecciones nos pillan muy lejos. Vivimos en un estado de estupor permanente –una extraña mezcla de miedo e incredulidad– que nos impide concentrarnos en esas cosas. Yo diría que la realidad en la que vivimos ha entrado en una espiral tan caótica que ya no somos capaces de entenderla. Y lo que es peor, ya ni siquiera somos capaces de verle una ventaja a entender lo que ocurre. Para sobrevivir a los tiempos de la pandemia y de la ruina económica, tener los ojos cerrados resulta mucho más tranquilizador. Y no entender nada nos consuela mucho más que entenderlo todo. En los peores años de Stalin, la poeta Anna Ajmátova decía que solo las novelas de Dostoievski podían explicar lo que estaba ocurriendo. Y me temo que hemos entrado en uno de esos periodos trágicos de la historia. Todavía, por fortuna, no hemos terminado de cruzar el umbral que nos lleva hacia allí. Estamos en los límites, en las confusas zonas fronterizas, pero nos dirigimos hacia ese mundo; o más bien, hacia ese caos, porque el mundo tal como lo habíamos conocido está dejando de existir.

En medio del caos –un caos que nadie había vivido en más de medio siglo– es casi imposible saber lo que va a ocurrir en Estados Unidos. La gente se ha dado cuenta de que las palabras que utilizábamos para juzgar la contienda política –izquierda, derecha, democracia, libertad, derechos civiles– ya no significan absolutamente nada. En lo más profundo de nuestra sociedad se ha producido un choque de placas tectónicas y nosotros vivimos en medio de un temblor permanente que indica la sacudida profunda que lo está destruyendo todo. Y en Estados Unidos, no lo olvidemos, la gente vive mucho más pegada a la tierra que nosotros. Los norteamericanos son descendientes de pioneros (inmigrantes llegados con una mano delante y otra detrás) y todos llevan a cuestas un colonizador y un trampero y un carpintero dispuesto a construir una casa en medio de un bosque. Los afroamericanos son los únicos que no responden a este modelo. Fueron llevados la fuerza en los barcos de esclavos, cargados de cadenas y tratados como animales, y durante tres siglos fueron considerados presencias extrañas que sólo encajaban como sirvientes o como personajes secundarios. La rabia del movimiento ‘Black Lives Matter’ viene de ahí. También las temibles consecuencias de construir un discurso político basado únicamente en el rencor. Porque ese rencor provoca la reacción atemorizada de los blancos que de pronto ven cómo el viejo mundo que creían seguro se está desintegrando ante sus propias narices.

Si no tenemos en cuenta estas cosas, no podemos entender nada de lo que se va a votar en las elecciones de hoy martes. Los sondeos se inclinan por el demócrata Joe Biden, pero la victoria de Biden supondría que se ha impuesto la lógica y el raciocinio, y cuando una sociedad ha entrado en la imprevisible dinámica del caos –que lo arrastra todo como si fuera un agujero negro– la lógica y el raciocinio no tienen ningún sentido. Joe Biden representa un centrismo moderado, amable, incoloro, insustancial. No despierta admiración, pero tampoco molesta. Supone el regreso a un cierto orden institucional, a un cierto respeto por las normas y el consenso. Pero en medio de la polarización ideológica y del miedo que se ha instalado en las entrañas de la sociedad norteamericana, ese discurso puede resultar insuficiente. Estados Unidos –igual que la vieja Europa– se ha dividido en dos bloques monolíticos. A un lado, la izquierda posmoderna (feminista y “woke”), obsesionada por la fragmentación identitaria de la sociedad y partidaria de la cultura incendiaria de la cancelación. Y en el otro, el viejo orden que se tambalea, las viejas tradiciones que ahora ya parecen inservibles, el antiguo fundamento de la democracia liberal que parece una antigualla condenada a desaparecer. Y es ahí donde juega Donald Trump, el gritón, descarado, narcisista y mentiroso Trump. Lo curioso de Trump –y ahí puede estar el secreto de su nueva victoria– es que defiende el viejo orden con una actitud y una personalidad completamente contemporáneas. Es un conservador totalmente posmoderno: histérico, infantiloide, mentiroso e incongruente. Y encima se ve como un rebelde que lucha contra la prensa liberal y los millonarios de Hollywood y Silicon Valley, que apoyan descaradamente a la izquierda “woke”. Si yo llevara una casa de apuestas, le diría a todo el mundo que apostara por Biden, aunque secretamente apostaría por la victoria –por los pelos– de Trump.

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