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El Consejo de Ministros extraordinario de ayer demuestra, como muy pocas veces antes, la certeza de que los hechos son tercos y que para afrontarlos se requieren ciencia, conciencia y prudencia. España entera, aunque en unas comunidades de forma más dura que en otras, lo está comprobando ante los fallidos intentos de frenar la pandemia del Covid-19. El origen de todos esos fracasos –además del virus, la relativa ignorancia de sus mecanismos y los rústicos remedios que se están aplicando para atacarlo– es único, como su responsabilidad: la tozudez del Gobierno central primero al desoír las recomendaciones de la ciencia –antes la OMS, después el manifiesto de los especialistas que reclamaron atención–- y, en fin. la nefasta decisión de permitir diecisiete formas diferentes de atacar el mismo problema.

Tan nefasta que hay quien la considera una artimaña para disimular su propia inepcia o, peor aún, una estrategia en la procura de otro modelo de Estado, ya iniciada hace tiempo. Pero, quizá para demostrar la ley de Murphy como si no lo hubiera hecho ya, lo expuesto se agravó por la manía de esta coalición de inyectar su sectaria política a todo lo que aparece. El resultado, a estas horas, es que el equipo del señor Sánchez merece una rotunda censura; pero no como la de Vox, desenfocada, mal planteada y peor defendida, sino de la gran mayoría de la población, si es que hubiere un modo.

Conste que el rechazo debiera ser, además de a los partidos –todos, porque unos no saben gobernar y otros ignoran cómo oponerse con eficacia–, a las personas del Gabinete. Que son las responsables directas –y colectivas– del desastre sanitario y económico que vive el país. Por falta de capacidad, de coraje y de la dignidad necesaria para dimitir ante lo que está pasando. Y que rebasa incluso el sentido común: son los que han puesto el presente y hasta el futuro de españoles y españolas en manos de quienes no quieren serlo e insultan a los que lo son, desprecian las leyes, proclaman su voluntad de no cumplirlas y reciben a cambio elogios de Sánchez o de Iglesias y proyectos de indulto para delitos convictos y confesos.

Eso es lo que hace fallido un Estado: que quienes lo gobiernan no crean en él ni lo defiendan con una política adecuada y con un sistema eficaz que proteja a la vez la salud pública y la economía de todos. Esa es la fórmula que España necesita y que la coalición no sabe cómo hallar.

El Consejo de Ministros de ayer y los soliloquios de su presidente no han sido sino la demostración de lo que el Gobierno nunca quiso, ni querrá, reconocer: el fracaso absoluto de su política, propia o delegada, que ha causado decenas de miles de muertos, más de un millón ya de infectados por el virus, una hecatombe para la imagen de España y, desde luego, otra prueba del desprecio que profesa hacia quienes no comparten sus actitudes, Galicia entre ellos. Una Galicia cuyo presidente, recién elegido sin necesidad de buscar el truco legal, el fraude a la voluntad de los electores y una aritmética parlamentaria chusquera, le ha devuelto –en nombre de los más de tres millones y medio de gallegos y gallegas– mucho más de lo que hasta ahora han recibido: le brinda respeto y lealtad en los momentos duros. Y con franqueza, siempre desde una opinión personal, no lo merece.

¿O no...?

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