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Convivencia

Era persona de mirada firme y cálida a la vez, con un halo de entre perspicaz e inquisitivo que le hacía de difícil escrutinio para quienes no disfrutaban de su tiempo más allá de la consulta. Caminaba con la osada decisión de quien se siente en permanente deuda con la fortuna, esa que abona nuestras vidas de dicha o aflicción según le dictan sus indescifrables criterios. Reconocía con decoro y abiertamente que con él había sido pródiga en el saber, generosa en el esfuerzo y tenaz en el empeño. Pese a la precariedad de los tiempos en que ejerció la medicina, pocas veces una enfermedad por zaína que fuera podía comprometer sus conocimientos ni superar sus remedios. Dado al estudio y al análisis personal, parecían sobrarle los rayos X cuando centraba su tarea en un nuevo paciente.

Acogedor, cercano, de sonrisa fácil, aunque desafecto a la risa, fue José uno de esos personajes capaces de dar respuesta a todo padecimiento, pero también de iluminar su entorno con cada aparición, como si hubieran querido los dioses enredar su camino con la irreductible conjunción de divinidad y ateísmo. A la primera, directamente la ignoraba; al segundo lo proclamaba sin recato y hasta con vehemencia. No entendía que un comunista de pro –como tal se proclamaba– pudiera comprometer su alma más allá del terrenal camino. Podría asegurar que ni Ernesto Cardenal, con su teología de la liberación bajo el brazo, habría tenido vela en su entierro.

Así era nuestro personaje: entendido, solícito, firme en sus ideas, incluso abrupto, pero siempre recio y dado a la amistad, y sobre todo versado en el respeto a los demás.

Con puntualidad germánica salía de casa todos los domingos a las 11.30 de la mañana. Debía estar a las 11.45 a la puerta de la iglesia parroquial. Ni un paso más, eso sí. La razón, como cabe suponer, no era compartir con los feligreses la bendición apostólica sino encontrarse con mi padre a la salida del templo. Domingo tras domingo, con la puntualidad de un reloj suizo, daban razón y contenido a una amistad que se prolongó sin merma ni descuento a lo largo de los tiempos. Ni siquiera cuando en la final de la Copa de Europa del 64 cantó como un poseso el gol que la Rusia soviética nos había endiñado. Menos mal que el gallego Marcelino vindicó el atrevimiento y nos hizo campeones, para disgusto, y grande, de aquel inolvidable amigo de mi padre. ¡Qué diferentes ideas y qué gran afecto y respeto se profesaron! ¡Qué contraste con lo hoy reinante!

Y es que de unos años a esta parte la sociedad española parece adentrarse en uno de sus históricos agujeros negros a los que ni Stephen Hawking habría sabido dar explicación. Tan difícil es su entendimiento. Cierto es que las penurias económicas y una clase política de saldo han sembrado el arenisco campo de nuestras pasiones con la semilla del oportunismo más cruel, donde lo que prevalece es la imposición, el acoso y la incapacidad. Pero tampoco es menos cierto que una sociedad que se suponía ilustrada en el saber y avezada en la experiencia, y de eso presume, debiera estar también a la altura de los graves momentos que vivimos y no refugiarse siempre en la congénita maldad de los políticos.

Decía el medio-irlandés Edmund Burke que para que triunfe el mal basta que los buenos no hagan nada. Y en muchas ocasiones aparentamos indolentes espectadores de nuestras propias vidas.

Hoy, con la enorme preocupación de unos, la indiferencia de otros, cuando no su complicidad, y el desconocimiento de muchos, vamos camino de destruir la pacífica convivencia que a partir de 1978 permitió a España y a sus gentes desarrollar su inmenso potencial y convertir estos cuarenta años en el mejor período de toda nuestra milenaria historia. Nadie debe olvidarlo. Que muchas fueron las oportunidades perdidas por atavismos y nefastas gobernanzas.

Hoy asistimos inermes a la polarización constante de los sentimientos y los principios, con impunidad y a plena luz. El diálogo, la discusión, el respeto y el leal compromiso de Estado han sido suplantados por la imposición, el duelo a espada ropera y maza, y un galopante acopio de poder sin contención ni sonrojo. Hasta las buenas formas han sido desterradas.

Cuando España se desliza hoy por el tobogán de la destrucción masiva de puestos de trabajo, cuando nuestras calles son un infinito muestrario del “se vende”, “se alquila” o “en liquidación”, y cuando el hambre acecha ya por las cuatro esquinas, el Parlamento se ha convertido en el palenque donde han sido depuestos entendimiento, respeto y esfuerzo compartido. Tan solo importa acudir con el espolón bien afilado y la daga por palabra. Lo de menos, es el interés general.

Nos quedará siempre ese investigador, empresario, sanitario, agricultor, profesor, dependiente, miembro de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, transportista y tantos otros que en el respeto a los demás y la lealtad a su tierra pugnan sin desmayo por hacer de éste un país más grande cada día.

Son ellos, con su profundo sentido de la responsabilidad, quienes constituyen hoy nuestra verdadera y casi única esperanza.

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