Anticipo que no estoy en contra de las innovaciones del lenguaje; solo faltaría; no solo son inevitables, sino que también, como es obvio, lo enriquecen; pero enriquecer no significa pura y simplemente sumar vocablos; de las innovaciones, sean propias o foráneas, hemos de esperar que sean necesarias, oportunas, y que las expresiones acogidas resulten pertinentes.
Desde hace tiempo, vengo observando en los medios escritos, e incluso en los hablados, la utilización de términos que son, a mi juicio, impropios o innecesarios, traídos de modo forzado a la familia del lenguaje forense, como invitados extraños, a los que no se esperaba y que desde luego sobraban en el convite.
Uno de ellos es la utilización del verbo “tumbar” para significar la revocación de una decisión judicial por otra de un tribunal superior. Se dice, por ejemplo, la Audiencia Nacional ha tumbado la resolución del juez instructor. El término “tumbar” tiene una vaga connotación agresiva a la vez que peyorativa o pungente para el tribunal “tumbado”. Sugiere una cierta idea de enfrentamiento, como si hubiese mediado un duelo entre tribunales del que uno sale vencedor y el otro abatido. Véanse sino algunas de las acepciones del verbo tumbar en el Diccionario de la RAE: “hacer caer o derribar a alguien o algo”, “talar árboles o cortar ciertas plantas”, “turbar o quitar a alguien el sentido”, “eliminar a alguien en una prueba”. Bastante cisco – y circo– hay en las bancadas legisladoras –más propicias al denuesto y la algarada que al debate político (tal vez algunos no estén dotados para ello)– como para empobrecer ahora el lenguaje forense con términos de tono combativo o displicente. Pues por ahí andamos, con tribunales que se tumban y derriban unos a otros. En su lugar, debemos aprender a ver las discrepancias de los tribunales como expresión de la diversidad de criterios o puntos de vista, tan frecuentes en el quehacer jurídico, en los que el verbo “tumbar” no tiene claro acomodo. Puede decirse que la expresión es gráfica, y válida para un uso ocasional y coloquial. Pero, a la vista de su frecuente mención en diversos medios, parece que lleva camino de asentarse; lo censurable es que ello ocurra a costa de desplazar u orillar otras expresiones preexistentes, más apropiadas y técnicamente más ajustadas; por ejemplo: revocar, dejar sin efecto, estimar el recurso: el Tribunal Supremo revocó/dejó sin efecto la sentencia de la Audiencia Provincial; la Audiencia Nacional estimó el recurso interpuesto contra la sentencia dictada por el Juzgado.
Otra singularidad es la del uso de la palabra “Sala” para referirse a un juzgado, es decir, a un órgano judicial unipersonal. Aquí la sustitución tiene su importancia y supone una desviación terminológica, pues se toma el vocablo para nombrar cosa distinta de lo que significa. En el ámbito judicial, el término “Sala” hace referencia siempre e invariablemente a un tribunal colegiado. Cuando decimos, por ejemplo, que la Sala ha dictado sentencia, estamos aludiendo a un tribunal colegiado, ya sea una Audiencia (Provincial o Nacional) o el Tribunal Supremo. En la palabra “Sala” va ínsita la colegialidad. Por ello no debe aplicarse el término para referirse a los juzgados. Por ejemplo, proclamar que son necesarias tres “Salas” más en Vigo para referirse a tres juzgados nuevos, es una incorrección terminológica que a cualquier profesional del derecho le chirría y le confunde. No tiene sentido usar la misma expresión para designar dos tribunales de rasgos antónimos. He hablado sobre esto con periodistas a los que tengo por pulcros y rigurosos en su trabajo, y ellos me dicen que se recurre a la voz “Sala” para evitar la repetición de la palabra “juzgado” en una determinada información o reportaje. Pero, aparte del remedio de la elipsis, hay vocablos como “tribunal” u “órgano judicial” y, si es preciso, el calificativo “unipersonal”, que pueden alternar en gozosa compañía y sortear –en su caso- una enojosa reiteración del término “juzgado”.
Y una tercera y última curiosidad: el uso de la palabra “jurista” en sustitución de juez o abogado, por ejemplo. El vocablo es de una amplitud generosa; según el Diccionario de la RAE es “persona que ejerce una profesión jurídica”. Pero ese extenso y difuso significado no identifica la especificidad del sujeto al que se aplica. Cuando de ese género es conocida la especie, esto es, cuando el invocado es juez o abogado ¿por qué no se individualiza la profesión dentro de la amplia familia de juristas? Si digo que Fulano es sanitario, el lector no sabrá si es médico, enfermero, auxiliar o camillero. Lo mismo ocurre con el término “jurista”. Si en el texto consta ya la profesión específica, vale entonces el uso del término si se quiere evitar una repetición. Pero si no es así, o si se escribe a pie de foto como única referencia identificativa, el lector no resulta informado de cuál es la profesión jurídica del nombrado; puede designar a un juez, un notario, un abogado, un catedrático de una Facultad de Derecho. Atribúyase, pues, a cada cual su específica profesión, si esta no consta por antecedente en el texto. Ello al margen de que no todo juez ni todo abogado es, en sentido estricto y riguroso, verdadero y genuino jurista. Pero esa es ya otra historia.