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Gasto en asesores o en virólogos

Un gran número de administraciones establecerán para el año que viene una congelación fiscal. El fisco nunca ha sido muy cálido pero oye uno semejante concepto y no puede evitar imaginar a un inspector de Hacienda con abrigo, guantes y gorro bebiendo una taza de caldo humeante.

El contribuyente descansa, el bolsillo se alivia pero todo en un momento en el que los servicios públicos son esenciales y han de estar bien financiados.

Del único impuesto que se habla es el de las bebidas azucaradas, ya fijado en otros países y que el Gobierno central quiere poner en marcha. Pero la sanidad no nos la va a pagar la Fanta, por mucho que la necesitemos para el gin-lemon. El PP en cuanto revalidó o alcanzó algunos gobiernos regionales proclamó que eran infiernos fiscales, ustedes verían las llamas, los incendios, el sofoco, los demonios pincha papas campando por las avenidas. Pero ahora en esos territorios no puede bajarlos. Los impuestos, no los demonios. Y entonces dice que no los subirá. Las gallinas que entran por las que salen, que diría José Mota. Por su parte, el Gobierno, que era más proclive a los impuestazos, gasta y gasta (protegiendo a los trabajadores con los ERTE, por ejemplo, aunque también derrochando) pero nadie sabe cómo se va a pagar todo eso. Ya lo dijo Josep Pla cuando atisbó desde el barco por primera vez las luces de Manhattan: “Pero todo esto quién lo paga”. Eso debe opinar ahora el perplejo lector. Pagamos más de lo que nos imaginamos, que para eso están los impuestos indirectos. Su tabaco, gracias.

Todos los sectores piden ayudas, un plan, subvenciones, rescate, pero nadie quiere que suban los impuestos. Estos días ha habido gran discusión en el Congreso de los Diputados, pero nadie está en la discusión de qué hacer y cómo gastar el dinero que Bruselas va a destinar a España. Los políticos se lo gastan todo en asesores y harían mejor en contratar contables. O virólogos. Esto es un follón normativo, un caos de pandemia y una orgía de debates. Parece que nuestros problemas se multiplican cuando en realidad solo tenemos uno. Se llama Covid y su próximo efecto, uno de tantos, será vedarnos la visita a nuestros muertos en los cementerios, dado que si se producen aglomeraciones en los camposantos más de uno podría quedarse allí. Morirse en un cementerio es un pleonasmo vital, una redundancia excesiva y evitable. Un tributo innecesario.

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