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Escalera de Penrose, interpretada por M.C.Escher.

Cada vida tiene su arquitectura; ese conjunto de rutinas, reglas, espacios y personas a las que nos sujetamos en el día a día. Compartidas y propias, heredadas y adquiridas. En general, de magnitudes relativamente constantes. Incluso los más bohemios o aventureros necesitan cierta anticipación que aclare el horizonte. Nadie soporta dar cada paso a ciegas, sin saber a qué altura se encuentra el siguiente escalón.

La existencia, o sea, no agradece la revolución permanente. No toleraríamos despertarnos cada mañana con un asalto a la Bastilla o al Palacio de Invierno; con una Camboya transformada brutalmente en Kampuchea, pero ni siquiera con una Kampuchea rescatada y retornada a Camboya. Porque incluso nos hacemos adictos a la desgracia, como en esas interdependencias entre cuidador y enfermo crónico. Preferimos el cambio paulatino. La brusquedad traumatiza. La muerte de un ser querido o su marcha, un despido, una mudanza... La conmoción implica un periodo de desorientación antes de que todo se asiente de nuevo y muchas veces deja cicatrices que dolerán cuando las acariciemos. Es la nostalgia de lo hemos perdido en el tránsito.

Así habíamos vivido al menos en nuestro cómodo Occidente de previsiones y balances. Creíamos saber de dónde veníamos y hacia dónde íbamos. Pero la pandemia ha subvertido este orden. Aquella arquitectura sólida se ha transformado en esta membrana que se expande o contrae en función de los últimos datos sanitarios. De repente, paseamos por nuestras ciudades como por las calles en perpetuo movimiento de Origen o Dark City: los jardines y canchas se abren y clausuran, las terrazas proliferan o se bajan las verjas, acudimos a la oficina o teletrabajamos desde nuestro salón. Estamos bailando la yenka: izquierda, izquierda, derecha, derecha, delante, detrás, un, dos, tres. Nos trazan incluso fronteras interiores, de barrio, localidad, comarca o provincia, de las que no podemos salir o a las que no podemos acceder.Y que quizá nos partan el alma en dos como un paralelo coreano.

Igual sucede con esa otra geografía que componen las relaciones personales. Hemos aprendido a dejar de vernos durante el confinamiento, a saludar con el codo o no tocarnos, a rechazar la mascarilla o intentar adivinar el medio rostro que se nos oculta. Y ahora hemos incorporado la aritmética de los grupos, que es casi la aritmética de los afectos: cuántos podemos congregarnos y cómo elegir a quiénes dejamos fuera de los diez, de los cinco... Quien sabe si podremos reunirnos con nosotros mismos al final de esta secuencia o si seremos los excluidos, esos que no encuentran silla donde sentarse cuando la música se detiene.

La realidad, en resumen, se ha convertido en otro parte meteorológico. Ya que la pandemia nos va a acompañar, nos hemos de acostumbrar a las prescripciones gubernamentales –en general, proscripciones– como a los mapas del tiempo; una guía que la más mínima variación de la presión atmosférica o de la curva de contagio pueden alterar. “Hoy suben las temperaturas y se puede trasnochar”, nos anunciará Martín Barreiro en el Telediario. “Mañana, frente lluvioso y toque de queda”. Decidiremos si podemos salir, qué hacer, con quién o en dónde igual que decidimos si debemos ponernos chubasquero. Nuestra voluntad ha quedado condicionada por un proceso que, como le sucede a Rajoy con el agua que cae del cielo, no acabamos de comprender.

“Conformidad, tolerancia y paciencia en las adversidades”, define el diccionario de lo que necesitamos: resignación. Solo nos queda confiar en que al final de este laberinto se encuentre otra vez aquella arquitectura fiable en la que residíamos y no una dibujada por Escher. Porque de momento, tras tantas vueltas, solo hemos conseguido regresar al mismo sitio: el mes de marzo.

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