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José Manuel Ponte

Al ritmo de tus (dos) caderas

Desde que tenemos “ uso de razón” (esa edad indeterminada, entre los siete y los nueve años, en la que, supuestamente, dejamos atrás el pensamiento mágico para ir sustituyéndolo por el raciocinio) recibimos una cantidad abrumadora, de refranes, máximas, consejos, parábolas y otras formas resumidas de transmitir una sabiduría de siglos. Por ejemplo “No hay mal que cien años dure”, “ El que a buen árbol se arrima buena sombra le cobija” o “Más vale pájaro en mano que ciento volando”. Algunas son fáciles de entender , o descifrar, pero otras son inexplicables y disparatadas, como esa que nos invita a “ no confundir la velocidad con el tocino”. Una confusión imposible de darse en la práctica porque por mucho que lo intentemos el tocino y la velocidad no tienen nada que ver entre sí, salvo que a alguien le interese organizar carreras de cerdos en las dehesas (Posibilidad que no cabe descartar dada la creciente creación de especialidades deportivas de todas clases, incluso de las mas raras y estrambóticas)

El caso es que, tendemos los humanos a encontrar lógica en todas nuestras actividades dando por sentado que tiene que existir una obligada relación de causa a efecto en la mayoría de ellas. En un artículo anterior confesaba yo la extrañeza que me había provocado un accidente doméstico a consecuencia del cual sufrí la rotura de una cadera. Estaba de pie intentando calzarme una zapatilla de estilo moruno cuando tropecé y me vine al suelo con el resultado ya conocido. No soy desde luego el primero al que le pasa algo parecido pero el episodio me sirvió para hacer una breve reflexión sobre los riesgos que acechan en el hogar, en muchas ocasiones más peligrosos que los que acontecen en las lejanas selvas africanas. Y en esas ocupaciones andaba, además de ordenar la retirada precautoria de las alfombras, cuando me sorprendió el segundo e inesperado suceso. Esta vez estaba en la calle, ya casi terminado el proceso de rehabilitación, y sin muletas. Un automovilista que salía lentamente de un garaje comunal se brindó a dejarme pasar primero. Le devolví la cortesía, él insistió y cuando ya me decidía a coger la preferencia, tropecé con la punta de un zapato en un pequeño reborde, y rodé por el suelo. Esta vez el resultado fue aún más catastrófico, Una cadera, ahora la izquierda, rota y el pubis afectado. En resumen, más días de hospital hasta que me operen definitivamente y una sensación horrible de estar siendo perseguido por un mal fario. O por un encantador insidioso como le sucedía a don Quijote de la Mancha.

Por otra parte, tampoco cabe desdeñar que la razón, o sinrazón, de esta sucesión de calamidades, haya de atribuirse a la irresistible envidia de una de las dos caderas artificiales por lo que entiende mejor suerte de su compañera. Ahí es nada disfrutar de una cadera nuevecita y sin riesgo de achaques. En “La flor de la canela” María Dolores Pradera cantaba con mucho sentimiento esta bonita letra: “Del puente a la alameda menudo pie la lleva por la vereda que se estremece al ritmo de sus caderas”. Para bailar , y para mas cosas con ritmo, siempre se necesitan dos caderas. Bien avenidas claro.

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