La tercera acepción gramatical de la palabra "ciudadano", según el Diccionario de la RAE, es "persona considerada como miembro activo de un Estado, titular de derechos políticos y sometido a sus leyes". Desde 1978, los españoles somos miembros activos del Estado español, titulares de los derechos -y de las obligaciones- que establecen la Constitución y las leyes. Y ello porque la Constitución nos ha elevado a la categoría de ciudadanos con plenitud de derechos y libertades y nos ha convocado a formar parte de una nación en la que, como dice su artículo 10, "la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás, son fundamento del orden político y de la paz social".

Desde la muerte de Franco hasta la aprobación de la Constitución, todas las fuerzas políticas que colaboraron en el diseño de nuestra Carta Magna pusieron sobre la mesa las esperanzas que deseaban ver plasmadas en el texto constitucional. A través de un generoso esfuerzo de entendimiento, buena parte de tales esperanzas se convirtieron en las normas de nuestra Ley de Leyes y constituyen, desde 1978, el marco jurídico en el que debe desarrollarse nuestra convivencia democrática.

Pero ya entonces el Rey de España, Juan Carlos I, nos advertía en el discurso que dio ante las Cortes Generales el 27 de diciembre de 1978, que, si bien era importante la aprobación de la Constitución, no todo estaba hecho, porque "la ruta que nos aguarda no será cómoda, ni fácil". Esto lo estamos comprobando en estos momentos difíciles en los que parecen haber renacido de sus cenizas las fuerzas del "disenso", que vienen propugnando que se deje sin efecto el resultado del "esfuerzo armonizador" que cristalizó en la Constitución y que cada fuerza política vuelva a poner sobre la mesa su respectivo proyecto político.

Estamos, por desgracia, en tiempos de "destejer" la concordia alcanzada con la impagable generosidad de las fuerzas políticas que dieron origen a la fecunda Constitución de 1978. Y lo peor es que la sociedad española parece haberse dividido en dos: los que quieren mantener firme la ligazón de los distintos intereses contrapuestos que refleja la Constitución y los que quieren desbaratar lo que ya habíamos anudado en el período constituyente.

A poco que uno observe la realidad española actual, comprueba que no solo se ha producido esa bipartición, sino que dentro de cada bloque hay muchos ciudadanos que se han convertido en "abogados defensores" de la postura de su grupo. Y hablo de abogados defensores porque no se limitan a adscribirse a un grupo u otro, sino que defienden sus postulados. Lo cual se ha traducido en una creciente crispación de los dos grupos, cuya primera víctima es la verdad política.

Quiero decir que hoy en día no solo los políticos sino los ciudadanos se están afanando en defensa de una de las dos verdades en pugna: la que da por definitivamente finalizado el proceso de transición y su plasmación en una Constitución que solo puede ser reformada por la vía prevista en sus normas y la que pone en permanente discusión principios constitucionales que figuran en el Título Preliminar de nuestra Carta Magna, como son la forma política del Estado, la unidad indisoluble de la Nación española, y la soberanía del pueblo español en su conjunto.

Lo preocupante es que, al convertirse los ciudadanos en abogados defensores de una determinada postura, se "juega" con la verdad. Como es sabido en el ejercicio de la abogacía, no es fácil que reluzca la verdad de lo sucedido en el asunto sometido a litigio. Hay, cuando menos, dos versiones contrapuestas sobre la realidad de los hechos sometidos a la decisión judicial. Una parte relata lo que, según ella, ha sucedido y, frente a esta postura, se opone otra versión en todo o en parte diferente y ambas con la misma intención de convencer al que ha de juzgar. El juzgador considerará como realmente sucedido aquello cuya realidad considere demostrada. Lo cual no significa, sin embargo, que se haya alcanzado la verdad. Porque la verdad que se somete a juicio se cubre de tantos velos que no es fácil descubrirla.

Pues bien, algo parecido sucede con la política, en cuyo ejercicio diario tampoco se trata de buscar la verdad de las cosas. Porque la conquista del poder político depende del voto de los ciudadanos. Y para captar el voto, el político tiende a desfigurar la realidad de lo que le perjudica, a exagerar la verdad de lo que le beneficia, y a resaltar, incluso faltando a la verdad, la realidad negativa de su adversario político. En política, el fin de la conquista del voto parece justificar los medios empleados a tal efecto, incluidos los más innobles. Y en este estado de cosas, queda muy poco espacio para la verdad.

Ante esta compleja situación social, no queda más que convocar de nuevo al pueblo español para que se esfuerce en suturar una vez más las costuras que nos dividen y solicitar a nuestra clase política que rechacen los mensajes que provienen del odio, el rencor y la violencia y que vuelvan a la senda de la armonía y de la generosidad implícita en el consenso.