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Francisco García.

No insultes a los cocodrilos

Quizá esté en nuestro código genético, pero no deja de volverme bizco la infinita capacidad que posee el ser humano para hacer la vida más desagradable a sus semejantes cuando las circunstancias aconsejan lo contrario.

Recuerden ustedes cualquier serie de televisión o película o novela sobre cárceles: de ambiente carcelario, que dicen los puestos. Pues bien, todos pensamos que bastante tienen los presos con estar presos y purgar su pena un porrón de años. Todos pensamos que deberían ayudarse entre sí en situación tan adversa como es la de privación de libertad y el sometimiento a reglas incontestables. Pero naranjas de la China. Amén de las normas impuestas por la sociedad del exterior, los encarcelados se autoimponen más cadenas tras los muros: se flagelan con los códigos del trullo, con sus grupos, sus bandas, sus territorios, el chuleo continuo del maco. Es decir, mientras que la razón tira por un rotundo ayudémonos los unos a los otros, que bastante tenemos ya con los barrotes, la conducta arrastra hacia el puteémonos los unos a los otros con denuedo y sin descanso.

La mili, aquel servicio militar que hicimos tantos, era otro ejemplo (y cuánto me alegro por los que durante la misma lo hayan pasado de rechupete) de fastidiar el fastidio: las sevicias de los veteranos, las novatadas, las zancadillas, chivatazos y trampas varias. Es decir, mientras que la razón clamaba por un tajante ayudémonos los unos a los otros, que bastante tenemos ya con los caprichos de suboficiales y clase de tropa, la conducta arrastraba hacia el amarguémonos los unos a los otros con brío y contumacia.

Tengo por muy cierto que esa palinodia de sé tú mismo, sé egoísta, te lo mereces, olvídate de los demás, goza, corre y salta, siéntete libre, apura el hoy, persigue tus sueños, eres único y demás farfolla autoayudista se ha convertido en el libro de texto mental no solo para muchos de nuestros chavales sino para muchos de los papás y mamás de nuestros chavales, suplantando así cualquier sentido de compromiso con los demás, reduciéndolo a un chiste contado por tantos políticos tan de chiste como tenemos (y tan reflejo de lo que somos como sociedad), elevando hoy a heroica excepción el esfuerzo de quienes curran en serio y arriman el hombro contra el peligro común.

No es que esta peste por ejemplo haya traído incorporada a una legión de mostrencos escupidores callejeros, de merluzos tosientes y expectorantes en las salas de espera, de retadores fumadores en las colas y en medio de las aceras, de chulos sinmascarillados de los de a ver quién me dice nada que le arranco la cabeza. Ya estaban aquí. Ya los había traído una educación recortada a más no poder por el trinque neoliberal y el lorailolá del famoseo como modelo. Ojo tengan, no obstante, con sus desplantes egoístas contra la salud del común. Lo dice el proverbio: "Hasta haber cruzado el río, no insultes a los cocodrilos".

No sé yo si la covid y la crisis económica que trae consigo (o sea, la crisis de siempre para los pobres, solo que agravada) nos brindará, al final del túnel, una sociedad más solidaria, cortés y educada. Cada día me entran más dudas sobre el advenimiento de esa nueva humanidad. No recuerdo ya si alguna vez fuimos buena gente como especie, firmes ante la adversidad y empujando en la misma dirección para alejarnos del abismo. Junto a los casos gloriosos de abnegación, coraje y sacrificio que nos da la historia aparece siempre un grupo no nada pequeño de garrapatas sociales empujando también, pero para despeñarnos y acaso salvarse ellas tan solo.

¿Está creciendo el número de parásitos chupasangres o es percepción mía? Ojalá sea esto último. Ojalá no tenga razón el escritor Ray Bradbury cuando resumía en una terrible frase cómo iba viendo las cosas: "Continuamos siendo imperfectos, peligrosos y terribles, y también maravillosos y fantásticos? pero estamos aprendiendo a cambiar".

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