Opinión | 360 grados

Joaquín Rábago

Hipertrofia de banderas

Debe de ser por mi pasado de rechazo visceral del franquismo y de todos sus símbolos, pero debo confesar que, como a tantos de mi quinta, la rojigualda, aunque despojada ya del aguilucho de la dictadura, sigue provocándome cierta desazón, por irracional que tal sensación pueda parecerles a estas alturas a muchos. ¿Qué le vamos a hacer?

Al fin y al cabo, el trozo de trapo coloreado que es una bandera es solo el símbolo por excelencia de la nación, de su unidad, algo con lo que uno está en principio de acuerdo, aunque con la matización de que ésa no es un bloque homogéneo y no debe estar por tanto reñida con la diversidad de cuantas partes la integran.

En sus viajes fuera, uno ha visto proliferar la bandera de la nación correspondiente en las calles, plazas, casas y céspedes particulares de Estados Unidos, al igual que en otros países de tradición democrática como Suiza o Gran Bretaña, donde, por cierto, y a diferencia del nuestro resultó siempre difícil encontrar, incluso en los edificios oficiales, la azul y estrellada de la Unión Europea.

En Estados Unidos, las banderas -¡cuantas más mejor!- se utilizan como vistoso telón de fondo en cualquier acto del Gobierno, algo que quiso imitar ridículamente el otro día entre nosotros, alternando las banderas de España y las de la Comunidad madrileña, la presidenta de esta región para dar supuesta solemnidad a su reunión con el presidente del Gobierno.

Pero hoy la rojigualda prolifera también, como no había ocurrido nunca ocurrido antes, en muchas ciudades a lo largo y ancho del país: primero fue como signo de rechazo del secesionismo catalán o en recuerdo de las víctimas del terrorismo; luego, con el correspondiente crespón negro, como homenaje a los muertos en la actual pandemia.

La rojigualda cuelga de cada vez más balcones, a veces incluso por partida doble, y flamea en los patios privados de los chalés de las urbanizaciones de algunas ciudades como la de la bahía de Cádiz donde escribo esta columna. Me dicen, por cierto, que en esas urbanizaciones el voto a la ultraderecha de Vox fue mayoritario en las últimas elecciones al Parlamento.

En esos lugares, al igual que en los barrios más caros de Madrid como el de Salamanca, no es raro ver a los paseantes con pulseritas de reloj o a sus perros atados con correas que llevan siempre los colores nacionales como haciendo pública exhibición, como si pudiera existir alguna duda, de su particular concepto del patriotismo.

Nada más reconfortante en medio de tanto "patriotismo de trapo", como lo califica Emilio Lledó, que leer la entrevista que este filósofo ya nonagenario concedió el otro día a Juan Cruz en el diario "El País" y encontrarse en ella frases tan sabias como esta: "Patria es una palabra hermosa, pero hay momentos en que no es una patria de luz, sino de prejuicios, dicha por cerebros corruptos".

Y añadió el autor de "El surco del tiempo" y "El epicureísmo", entre otros libros: la palabra patriotismo "vuelve a reverdecer" aquí "porque hay partidos que consideran que la bandera es lo único que puede identificar el afecto a un país" cuando "la patria es algo más profundo, se fundamenta en el saber, en la cultura o en la solidaridad". Nunca mejor dicho.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents