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El espíritu de las leyes

Respetar las funciones del Rey

Es habitual entre la extrema izquierda y los independentistas cuestionar la institución de la Corona aduciendo su falta de representatividad democrática, ya que su titular, el Rey, no procede ni directa ni indirectamente de la elección popular. Sin embargo, tampoco los miembros de la judicatura española son elegidos por la ciudadanía, no obstante lo cual les confiamos nada menos que la protección de nuestras vidas y haciendas. Otro tanto cabe afirmar de los funcionarios de todas las Administraciones Públicas, incluidos los militares y los policías, cuyas importantísimas atribuciones nos conciernen a diario en el ejercicio de nuestros derechos y libertades. Únicamente las Asambleas legislativas (las Cortes Generales y los Parlamentos autonómicos) y los Ayuntamientos dimanan directamente del sufragio popular.

Desde luego, a nadie le extraña que jueces y funcionarios accedan a su plaza en virtud de concurso-oposición o mediante ascenso legalmente regulado y no a resultas de un proceso electoral, como, por contra, sucede en los Estados Unidos de América con ciertos jueces y fiscales y, desde luego, con los jefes de policía local denominados "sheriffs". ¿Por qué, entonces, la obsesión extremista con el supuesto vicio de origen de la Monarquía? Esta, tal y como la conocemos desde 1978, fue instituida, no por Franco (como aduce el señor Rufián, valga el oxímoron), sino por unas Cortes democráticas mediante una Constitución abrumadoramente ratificada en referéndum por el pueblo español. Además, la Corona, a través de la reforma constitucional, puede ser sustituida por una Jefatura de Estado republicana, de manera que su propia existencia se encuentra permanentemente a disposición de los españoles, cuyas generaciones vivas son en todo momento las dueñas del cambio constitucional. Cuando los ciudadanos quieran, pueden, por tanto, abrir el cauce para gozar de Jefes del Estado como Trump, Bolsonaro, Maduro o Putin.

Ciertamente, la Corona no es un órgano representativo y se rige por el principio dinástico en cuanto al orden sucesorio. Ahora bien, la palabra "representación" tiene varias acepciones en nuestra Constitución. De las Cortes Generales se dice que "representan" al pueblo español (art. 66.1), y del Rey que "asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica" (art. 56.1). Por lo tanto, el Rey es, constitucionalmente hablando, "representante" del Estado, lo cual significa que expresa, manifiesta y hace presente ("representa") la voluntad estatal. Ello sucede igualmente en la creación del Derecho, ya que el monarca sanciona y promulga las leyes parlamentarias y expide los decretos acordados en el Consejo de Ministros (art. 62); y así mismo en el nombramiento del Gobierno y de multitud de empleos civiles y militares. Más todavía: el Rey ostenta el mando supremo de las Fuerzas Armadas, la justicia se administra en su nombre, convoca elecciones generales y referéndums y ejerce el derecho de gracia. Quiere ello decir que el Rey participa en el ejercicio de todas las funciones estatales (legislativa, ejecutiva y judicial), de manera que es un órgano central o transversal en el conjunto de los órganos supremos del Estado.

Todos esos órganos del vértice estatal son mutuamente independientes y por lo tanto deben colaborar entre sí, por razones de lealtad a la Constitución, en el desempeño de sus respectivas funciones, de modo que unos no invadan o usurpen las competencias de los otros, sino que contribuyan a su plena realización.

Los actos jurídico-constitucionales del Rey precisan, para ser válidos, de refrendo o firma ministerial o, en su caso, del Presidente del Congreso (arts. 56.3 y 64). En suma, conforme a un viejo principio del Derecho inglés, "el Rey no puede actuar solo". A su vez, el Gobierno no lo es del Rey, ya que surge únicamente de la confianza del Congreso. No tenemos, pues, como en el Reino Unido, un Gobierno de Su Majestad, sino de la Nación, según le denomina el Tribunal Constitucional, o del Reino, como parecería más propio denominarlo. Pero, ocioso es decirlo, tampoco el Rey necesita de la confianza del Gobierno ni se encuentra sometido a su tutela en el ejercicio de sus funciones. ¿Cómo prevenir fricciones entre ambos del estilo de las producidas recientemente con el presunto "veto" gubernamental a la presencia del Rey en la entrega de despachos a los nuevos miembros de la carrera judicial?

Es, desde luego, el Gobierno, y no el Rey, quien "dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado" (art. 97). Por su parte, es el Rey, y no el Presidente del Gobierno, quien ostenta la Jefatura del Estado (incluso en los besamanos, don Pedro), quien simboliza su unidad y permanencia y quien arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones (art. 56.1). En consecuencia, el Rey ha de abstenerse de interferir en la dirección política del país y el Gobierno debe abstenerse de impedir el ejercicio por el Rey de la representación de la unidad estatal, como era el caso del acto en la Escuela Judicial (recuérdese que la justicia, impartida por uno de los tres poderes del Estado, se administra en nombre del Rey), acto que por descontado no precisaba de refrendo ministerial alguno. En consecuencia, ninguna razón lícita podía exhibir el Gobierno (proximidad de la sentencia sobre la inhabilitación de Torra y del aniversario independentista del 1 de octubre) para "prohibir" (?) la presencia del Rey en Barcelona. ¡Ay, sí, una vez más en nuestra política ha faltado finura y sobrado torpe paquidermismo!

*Catedrático Emérito de Derecho Constitucional

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