Quienes decidieron ver la semana pasada el debate presidencial sabían que no se trataría de un debate, entendido este como una exposición de opiniones contrapuestas entre dos personas, sino de un concurso de televisión alejado estratégicamente del prime time cuyos espectadores esperan con moderado entusiasmo a ver quién acaba haciéndose con el coche. La diferencia es que en este caso no había ni coche. El formato ha quedado tan obsoleto que, pasados unos minutos, era inevitable preguntarse qué ganaban o perdían los candidatos participando en este evento y, pasada media hora, uno ya estaba convencido de que, al final, perderíamos todos.

Lo único que podría marcar la diferencia es que uno de los dos candidatos, Donald Trump o Joe Biden, cayera al suelo desplomado, como en el boxeo, y, debido al "nocaut", hubiera que declarar campeón al que tuvo la fortuna de quedarse en pie. Ya lo decía Tyson: "Todo el mundo tiene un plan hasta que les doy un puñetazo en la boca". Pero ambos pasaron la prueba, incluido el moderador, Chris Wallace, que tuvo que intervenir tanto que hubo un momento en que, si uno apartaba la mirada de la pantalla, podría entrarle una sensación nostálgica, el percibir el ruido típico de un bar y recordar así aquellos años en los que había bares.

Si algo aprendimos desde 2016, es que el país ha alcanzado un nivel de polarización tan profundo que ya nadie pretende convencer a nadie de nada. La información que publicó el periódico The New York Times sobre la evasión de impuestos de Donald Trump, por ejemplo, en épocas pasadas, hubiera causado un daño sustancial en la lucha por la reelección de cualquier presidente. Ahora no solo no está del todo claro que esas revelaciones le puedan perjudicar, sino que, repasando cómo se han movido los índices de popularidad en los últimos meses y cómo justifican el apoyo sus seguidores, incluso pueden beneficiarle. Al fin y al cabo, Trump, con su astucia empresarial, consiguió engañar a un gobierno demasiado grande y corrupto tomado por los agentes del deep state. Sí, esos contribuyentes, muchos de ellos con unos salarios mucho más reducidos que el presidente, podrían preguntarse, al contemplar las cifras proporcionadas por el Times, por qué ellos son abrasados a impuestos mientras el millonario se libra de cumplir con sus obligaciones fiscales.

Estos análisis, sin embargo, no contemplan la visión que tienen muchos ciudadanos sobre la riqueza y el gobierno. La riqueza es eternamente aspiracional y el gobierno un obstáculo para acceder a ella. Trump puede que sea un millonario que pertenece a una élite, pero, como sabemos, es un tipo de millonario "distinto" que, en el fondo, hace lo que muchos harían si pudieran. Y tampoco hay que olvidar el medio de comunicación que ha publicado la noticia. Las exclusivas de los diarios tradicionales vienen marcadas por la sospecha. La prensa, según el relato promovido con bastante éxito por el presidente, mantiene una alianza con los demócratas y es cómplice de muchos de los estragos causados en el país, como las manifestaciones violentas, el derribo de estatuas y el desorden público de las ciudades.

Cuando Trump dio positivo por Covid-19, lo lógico era pensar que esto podría hacer que sus seguidores más negacionistas comenzaran a tomarse el virus en serio. Pero no. A la conspiración se le está añadiendo un poco más de conspiración, hasta el punto de que resulta muy difícil hallar una crónica o un análisis que no contenga algún elemento conspirativo, aunque sea para negarlo. Queda menos de un mes para las elecciones y tenemos una pandemia, una crisis económica, un juez del Supremo por confirmar y un presidente enfermo. Y aún pensamos que los debates cuentan. Algún día nos sentaremos alrededor del fuego y contaremos una historia llamada "año 2020". Diremos que esto ocurrió, que lo hemos visto, que lo hemos vivido. Y muchos pensarán entonces, como es lógico, que se trata de una conspiración.