Christopher Buckley cuenta en un libro que un día encontró a su padre, William F. Buckley, sentado frente al televisor a las tres de la mañana con las piernas cruzadas. Tenía la muñeca rota y heridas en la piel. El ordenador de mesa estaba en el suelo; la silla, volcada. La habitación parecía un frigorífico; el aire acondicionado marcaba 11 grados. Estaba intentando encontrar algo entre los cables y los botones del reproductor de DVD. Cuando le preguntó qué andaba haciendo con ese dispositivo electrónico a esas horas intempestivas, él, enfermo y confundido, respondió: "Intento subir la temperatura de la sala". Al día siguiente, tras salir del hospital, no se acordaba de nada.

Esta anécdota es relatada con ternura y humor. Se trataba del santo patrón de los conservadores, del fundador de una de las revistas más influyentes de la historia estadounidense contemporánea, del autor de miles de artículos y más de cincuenta libros, del líder de todo un movimiento intelectual. Y se trataba, también, del padre, del marinero con quien se fue a cruzar el Atlántico en un pequeño velero, del exigente y complicado maestro, de una persona que, tanto para los amigos como para los enemigos, parecía invulnerable. "La industria es la enemiga de la melancolía", le dijo cuando era un niño. En aquel momento, Christopher no sabía de lo que hablaba, pero, al ponerse a escribir sus dolorosas memorias, confiesa que por fin lo entendió.

Las enfermedades, sin embargo, ya no le permitían a William F. Buckley ser quien había sido. Y no lo llevaba bien. Christopher recuerda las fiestas de Navidad, cuando preparaban juntos los ponches de ron y su padre tocaba en el piano El Mesías de Händel. Tras esa nostálgica escena, el autor se traslada, como si estuviera pasando las páginas en un álbum fotográfico, a la implacable realidad de la vejez. William F. Buckley, en su último año de vida, la época en que se despertaba de madrugada y pretendía comenzar el día pocos minutos después de que acabara el anterior, tampoco quería renunciar al batido de chocolate, a la crema de cacahuete y a la cerveza. El hijo le explicaba que, quizás, ese no era el menú más recomendable para su diabetes. Una advertencia que siempre recibía la misma contestación, jocosa y evasiva, muy al estilo WFB: "Prueba un poco. Está delicioso".

El deterioro de la salud de su padre aumentó poco después de la muerte de su madre Patricia. "Supongo que ahora, hijo, podemos hacer lo que queramos". En un año, Christopher Buckley se quedó huérfano de ambos. El novelista satírico ( Thank You for Smoking, Boomsday) reconstruye en su libro, Losing Mum and Pup, algunas de las anécdotas y experiencias que vivió durante aquellos meses. Cualquier lector, independientemente de su ideología, aprecia en estas páginas la energía que desprendía la persona que, a mediados del siglo pasado, se convirtió en el héroe de la derecha. La frustración comenzó a ser insoportable cuando tuvo que asumir que ya no podía hacer lo que, en realidad, le mantenía vivo: trabajar, escribir, navegar, debatir. Christopher sugiere que, en los momentos de mayor sufrimiento físico, su padre contempló la idea del suicidio, pero el "aspecto religioso" (su catolicismo) se lo impidió.

William F. Buckley era tremendamente inquieto, algo que Christopher Hitchens percibió cuando, tras proponerle varias veces ir a tomar unas copas después de grabar un episodio de su programa, Firing Line, cayó en la cuenta de que nunca estaba disponible ("iba rápidamente de un proyecto a otro; todos los minutos estaban reservados"). Sabía distinguir entre las personas y las ideas; era amigo íntimo de dos conocidos progresistas, el economista John Kenneth Galbraith y el columnista Murray Kempton. Demostró tener un buen olfato para el talento, formando a una generación de periodistas conservadores brillantes (David Brooks, George F. Will, Richard Brookhiser) y ejerció de mentor de algunos de sus futuros adversarios; en su revista, "National Review", empezaron a publicar John Leonard, Garry Wills y Joan Didion, quienes acabaron convirtiéndose en referencias para la izquierda. "Por un momento pensé que estábamos dirigiendo un instituto para apóstatas", se lamentó en una ocasión dejando entrever un cierto orgullo.

A Christopher le dolía ver cómo su padre se estaba muriendo, pero le dolía aún más ser testigo de su tortuosa resistencia. Una vez le preguntaron a William F. Buckley por qué tanta inquietud, tantos proyectos. "Hay muchas cosas que hacer". Terminó su último libro sobre Ronald Reagan y lo encontraron muerto a las 9 y media de la mañana en la mesa de su despacho, probablemente con otro proyecto en mente. Ese mismo día, Christopher le había prometido a su hijo que le enseñaría a conducir porque era su cumpleaños. Luego tenían que celebrar una fiesta sorpresa. "La industria es la enemiga de la melancolía". Christopher Buckley mantuvo con su padre una relación difícil que, paradójicamente, pareció cobrar más sentido en el momento en que estaba a punto de desaparecer. La lección práctica se transformó entonces en una metáfora aplicable a las lecciones que, de alguna u otra manera, dan algunos padres a los hijos, aunque ni los primeros ni los segundos hayan conocido el mar. "Me enseñó a navegar con el sextante: saber cómo orientarme utilizando los instrumentos de mis antepasados".