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La sociedad adolescente

En relación con el Estado, somos adolescentes perpetuos, más que ciudadanos maduros. Todo lo esperamos del Estado y todo se lo exigimos, pues creemos tener frente a él un "ius ad omnia", un derecho a todo. El Estado, en efecto, nos proporciona paz y seguridad personal, bienes ya de por sí primordiales y valiosísimos, al punto de que su ausencia caracteriza al no-Estado, al Estado inexistente por insuficientemente eficaz. Aunque tengan representación en las Naciones Unidas, bastantes Estados actuales son, desde tal perspectiva, Estados meramente nominales, Estados fallidos. Pero resulta que, yendo mucho más allá de esas funciones básicas, el vigente Estado social, o Estado del bienestar, nos dispensa, además, atención médica y educativa, subsidio de paro, subvenciones infinitamente variadas y, por supuesto, pensiones de vejez, de viudedad y de orfandad.

Considerada en relación con modelos histórico-políticos anteriores (la Monarquía absoluta y el Estado liberal, preocupados básicamente por las infraestructuras y las comunicaciones), nuestra experiencia de semejante activismo estatal resulta insólita, hasta alcanzar el rango de una verdadera utopía. Y ello sucede, encima, sin que la omnipresente intervención estatal deje de respetar nuestros derechos y libertades fundamentales, para lo cual ese mastodóntico Estado superprotector ve sus poderes divididos y sus normas y actos sometidos tanto a control parlamentario como a escrutinio jurisdiccional. Es, en suma, un Estado democrático de Derecho.

Ahora bien, lejos de complacernos en nuestra suerte por haber nacido en esta parte del mundo y en esta época, denunciamos amargamente los fallos y carencias del sistema estatal, creemos a menudo vivir en un país "tercermundista", no observamos sino corrupción a nuestro alrededor, ineptitud en la gestión pública, burocracia entorpecedora, políticos de idiotez supina, partidos voraces, sindicatos malversadores, compatriotas de determinados territorios cuya arrogancia y desfachatez juzgamos insufribles? Y todo así.

Ah, pero ahora, como adolescentes heridos por la falta de autoestima y la grisura del porvenir, estamos deprimidos. No acertamos a vislumbrar un futuro luminoso, sino que cada día genera una frustración tras otra. Desbordados anímicamente en este momento por las altas cifras del repunte epidémico, sembrador de muerte y de destrucción económica, sentimos decepción e ira ante la impotencia estatal. Es más: ingenuamente, la juzgamos inconcebible, ya que, como escribiera el filósofo Jürgen Habermas, pertenecemos a una sociedad en la que va ganando terreno el principio de una autoafirmación embrutecida. Imbuidos de un tosco voluntarismo, creemos que la propia realidad natural -y el Covid-19 es un fenómeno de la naturaleza- resulta siempre perfectamente modificable por la acción humana, especialmente por la decidida acción de los poderes públicos.

Dado que, según afirmaba socarronamente hace poco Fernando Savater, el animal preferido del hombre es el chivo expiatorio, las dificultades del presente (la intensificación de la pandemia y la consiguiente devastación económica y laboral) son atribuidas a la incompetencia gubernamental, o al pretendido desbarajuste del Estado autonómico o, en fin, al descontrol de la inmigración irregular y portadora de enfermedades, sin que importe constatar los efectos similares del coronavirus en los demás países.

Este simplismo favorece la demagogia de quienes viven políticamente de ella, dedicados permanentemente a atizar el fuego de la polarización social. Los crispados debates parlamentarios constituyen una prueba de asombrosa (y suicida) inmadurez política. Hacerse políticamente adulto es pactar, no dinamitar el edificio común. En el parlamentarismo sobran la santa indignación y la santa intransigencia de los "dobermen" y de las "doberwomen". Necesitamos políticos sensatos y equilibrados, con una visión inclusiva (y no excluyente) del futuro de España y de todos sus ciudadanos. Pero también precisamos contar con ciudadanos maduros. No hay que pedir milagros a las autoridades sanitarias, sino trabajo, diálogo, coordinación y transparencia. Sin olvidar que arrimar el hombro se refiere también a nuestro hombro.

*Catedrático emérito de Derecho Constitucional

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