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Estrellas

Cualquier aparición de la gran Sharon Stone en una pantalla de cine o televisión es siempre un acontecimiento relevante. Lo es cuando nos ofrece la sinuosa voluptuosidad de un cruzado mágico de su instinto básico, de indeleble memoria, como también cuando a la luz de una mirada a la vez tierna e inquietante nos va adentrando en los entresijos más insospechados de cualquier personaje que le sea encomendado. Una fuerte personalidad de imposible disimulo, unida a un talento interpretativo inquisitivo y rendido a la impaciencia, vuelcan siempre al espectador hacia el inquietante aparte que también integra nuestras vidas. Ese que tantas veces procuramos mantener al margen de la particular realidad, tal vez por un consciente temor de adentrarnos en un mundo desconocido y diferente. Ella lo hace sin embargo con una determinación y audacia, no exenta de un cierto grado de osadía, que como fatal destino siempre acaba por sorprender la predicción más confiada.

Tiene además esa rara cualidad escénica que le permite amalgamar en hora y media la inquietante vida interpretada, con las entretelas de su propia existencia, y, me atrevería a decir, con los más insospechados secretos de su inacabable naturaleza.

Así es ella, o así al menos la entendía, hasta que por esos duros quiebros del destino vuelve a aparecer en nuestras vidas para desvelar lo que todos ya intuíamos, que el sufrimiento no es patrimonio natural de pobres y desvalidos sino parte esencial de nuestra propia y común naturaleza. Así lo advierte al ofrecer con generosidad y sin consuelo un llanto cruel y desgarrado por los familiares a quienes el maldito Covid-19 acaba de arrancar de su vida, junto al testimonio de la feroz lucha que otros allegados también están librando por continuar a su lado. Igual, exactamente igual, que los millones de personas que por todo el mundo han de afrontar similar batalla. Muchas veces, las más, sin los medios y posibilidades de que otros afortunadamente disponemos, aunque nos cueste doblegar nuestra ingrata conciencia de gentes poco afortunadas.

Pero, como siempre, también en este caso nuestro personaje va un paso por delante de lo tácitamente convenido, o quizá debiéramos decir de lo socialmente impuesto. Porque, habitamos unos tiempos en los que la particular voluntad de configurar en libertad una sociedad abierta y comprensiva, está siendo sustituida de un modo sibilino e inclemente por la uniformidad de un proyecto en el que la persona no es más que un diente en un inmenso y predeterminado engranaje social. Al menos, hacia ello caminamos, arrastrados por una masa que entre tantas tribulaciones no acierta a advertir la luz de su faro salvador. El que simplemente le conduzca a sus raíces.

En su intervención, la actriz arremete contra una clase política que no acierta a dar respuesta a una pandemia que asedia a millones de personas. Lo sea por incompetencia o por desidia. Pero, que además se esconde tras un teléfono descolgado para no dar razón de su mandato, como si el voto obtenido en su día no constituyese otra cosa que un pasaporte al poder y la fama, sin la más mínima obligación de dar cuenta del recado.

Y quiere además el destino que esta denuncia la haga precisamente en Montana, curiosamente el estado americano que vio nacer al científico más prolífico en el descubrimiento y desarrollo de milagrosas vacunas que haya existido jamás. Porque a Maurice Hilleman, que así se llamaba nuestro hombre, se le atribuye la creación de más de cuarenta vacunas animales y humanas. Algunas tan importantes como el sarampión, meningitis, neumonía, hepatitis o paperas. Da cuenta la historia que descubre esta última cuando, en un acto de fe y decisión, cualidades necesarias en cualquier investigador que se precie, eleva la necesidad a prodigiosa virtud. Con la involuntaria pero inestimable colaboración de su hija Jeryl Lynn, que por aquel 1963 reinaba la corta edad 5 años.

Sobresaltado de madrugada por los llantos de su pequeña, advierte con preocupación que la razón de sus quejas no era otra que un proceso de paperas. Una enfermedad fácilmente redimible pero que en casos graves podía derivar incluso en meningitis, sordera o encefalitis. Después de tomar las muestras del virus en su propia hija, desarrolla la vacuna que hoy, junto al sarampión y la rubeola, constituyen la triple vírica que todos conocemos y que lleva apartando de la muerte y enfermedad a millones de personas. Se dice de Hilleman que ha sido el científico que ha salvado más vidas a lo largo de los tiempos. Merece por tanto todo recuerdo, aún el humilde de estas letras

He de reconocer siempre mi rendida admiración por tantos investigadores que en la soledad de un laboratorio, muchas veces en precarias condiciones, consagran sus vidas al encuentro de un remedio que plante cara a alguno de los infinitos males que, como hoy el Cobid-19, ponen en jaque la propia supervivencia humana. Sin reparar jamás en la probable eventualidad de no encontrar el menor éxito en el camino.

Desde que Edward Jenner, un médico de aldea, descubre en una granja la vacuna, al comprobar como los infectados por la benigna viruela de las vacas devienen ya inmunizados contra una enfermedad que en humanos siega la vida de más de trescientos millones de personas, muchos son los que cada día asumen el reto de culminar nuevos avances en el campo de la investigación.

No es mi voluntad desatender los méritos que la gran Sharon Stone ha acumulado a lo largo de su vida. Soy, con la debida mesura, un rendido admirador de su arte, y también de su valentía en la denuncia. Pero hemos de convenir que las verdaderas estrellas de nuestro firmamento son todos cuantos nos permiten afrontar cada mañana un nuevo amanecer.

Y en el campo de la ciencia, todos tenemos grandes deudas contraídas.

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