No es la primera vez en la historia que los políticos cuentan mentiras, sirviéndose de éstas para iniciar una candidatura presidencial. Siempre han existido, también, los bulos y las teorías de la conspiración. Ahí sigue la National Enquirer con sus alienígenas, sus escándalos sexuales, sus drogas y sus crímenes, en algunas ocasiones ocupando la misma "noticia" de portada. Los tabloides han vendido millones de ejemplares en todo el mundo. Este periodismo sensacionalista o amarillista influyó en elecciones presidenciales (The Sun y la victoria de Margaret Thatcher) y en acciones cruciales de política exterior, como la intervención de un país en una guerra (New York Journal y la entrada de Estados Unidos en la guerra contra España). Lo que sí ha cambiado, tras la irrupción de las redes sociales, es el medio a través del cual se propagan esos bulos y conspiraciones, ya que estas nuevas plataformas han abandonado la marginalidad mediática para comenzar a formar parte del mainstream periodístico como una voz autorizada más (Breitbart), coincidiendo con la crisis de credibilidad y desprestigio de las cabeceras y medios tradicionales (CNN, The New York Times, etc.).

El populismo de extrema derecha tampoco es un fenómeno nuevo. Conocemos las biografías de los líderes carismáticos y persuasivos oradores europeos del siglo pasado que utilizaron la xenofobia, el resentimiento y el odio para hacerse con el poder durante una crisis. Los ciudadanos los escuchaban y los seguían porque en sus discursos, cargados de medias verdades y explicaciones sencillas, no solo hallaban la solución a sus problemas, sino que también les hacían recuperar la autoestima y resarcir el orgullo identitario herido. De ahí surge además el mito del caudillo, único salvador posible de la patria amenazada y decadente. El líder socialista estadounidense Eugene V. Debs decía que, aunque tuviera la oportunidad, no conduciría a sus seguidores a una Tierra prometida, porque, de la misma manera que él podía llevarlos hasta ella, otro podía sacarlos fuera. "Nos hace falta un hombre", le dijo Joaquín Costa a Francisco Giner de los Ríos. "Lo que necesitamos es un pueblo", le contestó el institucionista.

Ahora observamos un tipo de populismo, como la derecha alternativa, que toma prestado algunos de los métodos de los viejos partidos fascistas, prescindiendo de ciertos ritos y simbologías (aunque a veces parecen querer desempolvar los antiguos souvenirs), y que florece con rapidez en el confuso ecosistema ideológico de la "democracia iliberal", haciendo esfuerzos, mediante el denominado "silbato para perros" (racismo no explícito, por ejemplo), para añadirle el adjetivo al sistema de gobierno.

También hay líderes que, como Trump, tienen más miedo de perder que deseos de ganar, y están más enfocados en los éxitos personales que en los logros colectivos. El proyecto individual o profesional prevalece sobre el proyecto nacional, aunque a veces ambos convergen. Se empieza a ver, además, cómo se están repitiendo los errores cometidos por algunos políticos de entreguerras, tanto en España como en el resto de los países europeos, al tratar a los adversarios como si fueran unos enemigos que hay que destruir, mientras se dirigen solamente a sus partidarios, ya sean estos una minoría o una mayoría, sin entender que gobernar contra un sector de la población (por ejemplo, la mitad del país) suele conducir al desastre del experimento democrático. El mundo ha cambiado mucho desde entonces. Pero el odio sigue siendo una estrategia electoral tan eficaz como destructiva. Y sigue habiendo gente que piensa que lo que hace falta es un hombre y no un pueblo.