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Javier Cuervo.

La mirada de Pablo Casado

Desde que vamos todos enmascarillados o enmascaradillos, la mirada es vital para identificar y para expresar. Hay buenos fisonomistas de ojos que saludan a todos los amigos, vecinos y conocidos que se cruzan con el embozo sanitario obligatorio y personas que no reconocen a nadie y viven en una "nueva normalidad" poblada por extraños. Es precisa una expresividad acentuada para hacerse entender sin la ayuda de la gestualidad facial completa. Cuánto se agradecen en estas semanas raras las patas de gallo de los interlocutores, las más bellas, divertidas y merecidas de las arrugas faciales, conseguidas con el esfuerzo de años de risas y sonrisas. Y qué desconcertante es entender, con mascarilla y sin ella, antes y ahora, la mirada del líder del PP.

Pablo Casado mira un poco por encima de sus interlocutores (más abajo que Rajoy en sus huidas de miracielos) y de forma difuminada (al revés que Aznar y su láser bajo ceño). Entre que mira más arriba de lo normal y que parece ver más de lo que le cabe por los ojos, Casado aparenta la visión fascinada de un niño en una cabalgata de Reyes Magos.

Todos quisiéramos ver la causa de ese pasmo, quizás el reflejo de un nítido arco iris en el azogue sereno de un lago, pero lo que oímos en su discurso simultáneo es la descripción del atardecer lluvioso en un apocalipsis nuclear. Aceptamos que el discurso hace oposición y que, por tanto, lleva una carga ideológica de engaño, pero se vuelve insuperable la contradicción de esa mirada ilusionada de pleno -que parece contemplar algo hermosísimo, quizá las rayas de tigre de la luna de Saturno- con el relato de los desastres del Gobierno o con la realidad que le rodea, sea la proximidad coronavírica de Vox o el triunfo de la incómoda prosa moderada de Feijóo.

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