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La Ibense

La heladería más famosa de Pontevedra comenzó en los años 30 con la familia De Juan, pero hizo fortuna con los Ojea en la segunda mitad del siglo XX

La Ibense que recuerdan todos los pontevedreses de edad avanzada es la heladería por excelencia de la calle Michelena, que regentó durante medio siglo largo la familia Ojea. Pero ellos no crearon la marca, ni inventaron la receta, aunque si prestigiaron aquélla y mimaron ésta. De ahí su mutua identificación.

El secreto guardado bajo siete llaves para la elaboración de aquellos helados artesanales que sabían a gloria bendita perteneció a Soledad Cañamares Juan, su dueña y señora desde 1940 en un obradorio instalado en el número 8 de la Calle Alhóndiga, justo detrás del Ayuntamiento. Ella dispuso también de la primera cámara frigorífica con generador eléctrico que se instaló en esta ciudad, cuando los carros de caballos recorrían sus calles para repartir barras de hielo a bares, restaurantes y domicilios.

El destino caprichoso situó un buen día a Bernardo Ojea Abad, puerta con puerta de La Ibense, tras hacerse con un bar denominado El Bodegón. De su buena vecindad surgió el traspaso de la heladería, que formalizó la Permanente Municipal en una sesión celebrada el 11 de marzo de 1946. Su autorización se condicionó a la apertura de una chimenea de ventilación que no tenía, y dio el visto bueno a su máquina heladora eléctrica con un motor de medio caballo.

Doña Soledad enseñó a hacer sus helados a don Bernardo y a su esposa Consuelo Pesqueira López. A la nueva Ibense también se sumaron los hijos del matrimonio, Bernardo, de 13 años, y José de 8. La familia procedía de O Carballiño, aunque también contaba con propiedades en Leiro.

Muy pocos recuerda el local de Alhóndiga, donde la familia Ojea permaneció durante una década. Además, el padre amplió el negocio con la venta de sus helados en las fiestas de los pueblos más cercanos durante los veranos. En aquel negocio con el peculiar carrillo de un lado para otro, su primer y único competidor fue La Orensana, a cargo de otra saga familiar que hizo época. La Ibe, tercera en discordia del sector, llegó más tarde.

El retorno del negocio a la calle Michelena, mucho más céntrica, se produjo en 1957. Al principio, La Ibense solamente abría la temporada de verano, que prolongaba al máximo con ayuda del buen tiempo. Pero luego empezó a servir en invierno tanto cafés como refrescos e incluso un vino propio del Ribeiro, con el fin de mantener la actividad durante todo el año.

No obstante, don Bernardo contó a FARO en una de sus escasas entrevistas, que la familia al completo también explotaba sus posesiones orensanas, donde cosechaban legumbres y patatas, criaban cerdos y gallinas, y embotellaban el vino referido.

"Todo ayudaba para ir tirando", según su expresión. "Era un trabajo muy esclavo -rememoraba-, donde todos arrimábamos el hombro sin limitación horaria".

Lo cierto y verdad fue que el cabeza de familia se ganó a pulso una cierta fama de hombre tacaño hasta decir basta. "Don Bernardo pertenecía a la cofradía de la virgen del puño y, peseta a peseta, terminó por amasar un capital nada desdeñable", reveló una persona que lo conoció de cerca, al tiempo que recalcó la enorme laboriosidad de toda la familia. "Nadie les regaló nada".

Pese a no tratarse de un bar o taberna al uso, el local se abrió al chiquiteo y atrajo una clientela pequeña, pero fiel. De ella salió la fundación del club "Bensei", un nombre que jugaba con las mismas letras que Ibense, pero colocadas en orden distinto, como aún recuerda bien el arquitecto Enrique Barreiro. Allí compartió tertulia con Carlos Rodríguez "El Monfortino", Luís Cons "El Carranco" de Lérez o Manolo Vázquez Lera, entre otros.

Tertulianos aparte, su cliente más fiel y distinguido fue don Carlos del Valle-Inclán, que tomaba allí un helado todos los días, acompañado de una copita de buen Oporto, botella que él mismo tenía en depósito.

Enrique Barreiro cuenta ahora con nostalgia indisimulada que él mismo convenció a Bernardo Ojea para que comprara el local de Michelena, hasta entonces ocupado en arriendo. Luego se encargó también del arreglo y la decoración; sencilla, pero moderna y funcional.

Entonces comenzó la mejor época de La Ibense, que casaba a la perfección el chocolate con churros en invierno, con los helados de todas las variedades y los sabores en verano. Del mantecado, la crema tostada, el chocolate o la nata y fresa de los comienzos, vinieron después otras especialidades como el tutti fruti, el turrón, la naranja y el limón.

"Mis helados siempre frescos y hechos en el día -dijo don Bernardo en aquella entrevista de Camino Adrio-, además de leche y azúcar, llevan otros cuatro o cinco ingredientes más para extraer sus sabores inigualables".

Puesto que para gustos se pintaban y aún se pinta colores, precisamente el azul, el amarillo y el rojo determinaban el tamaño y la galleta -el barquillo era superior- de los helados de La Ibense en las fichas respectivas. El ritual siempre era el mismo:

Don Bernardo recibía a la entrada del establecimiento de Michelena, sentado detrás de un pequeño mostrador semicircular, con su rostro coloradote, sonrisa casi permanente y aspecto bonachón. El cliente ponía el precio del helado -1, 2,50 o 5 pesetas, cantidades que se multiplicaron con la subida del nivel de vida- y el propietario entregaba la ficha correspondiente. Y con la ficha roja, amarilla o azul, el cliente giraba hacia la larga barra que ocultaba la instalación frigorífica, sobre la que pendían unos cartelitos con las especialidades disponibles. Allí los hijos Bernardo y José servían con mimo la bola del sabor elegido -dos para los pudientes-, que extraían con sus cucharadas metálicas de unas cubetas forradas de un corcho especial.

Habitualmente, en los veranos calurosos había una larga cola en las horas punta del mediodía y media tarde para comprar un helado en La Ibense y disfrutar de su sabor y su textura camino del paseo por la Alameda.

FARO trató de conseguir una pista al menos sobre la fórmula secreta de aquellos preciados helados, pero don Bernardo se mostró inexpugnable: "¿Cómo se hace un buen helado? Pues un buen helado se hace igual que cualquier otra cosa, sí se quiere que salga bien: empleando los mejores ingredientes y, sobre todo, dedicando todo el tiempo que requiere y necesita un producto bien hecho."

La Ibense tuvo una ligazón indiscutible con el pontevedresismo. Sin embargo, tanto Rafael Landín de aquella, como yo mismo hace poco tiempo, cometimos el desliz de no incluir una referencia de la célebre heladería entre los requisitos imprescindibles para alcanzar el doctorado "Pontevedra, cum laude". Subsanado queda ese lapsus involuntario como reconocimiento póstumo en nombre del maestro Landín y en el mío propio.

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