Aunque puedo estar equivocado, para mí tengo que el carácter de cada persona influye más de lo que parece en su ideología política. Así, es muy probable que una persona abierta, tolerante, que considera de verdad a los demás como sus semejantes, y que es dialogante, sea demócrata. Y, al contrario, el autoritario, intransigente, dogmático, y soberbio, tiene todas las papeletas para ser totalitario.

Viene a cuento lo que antecede porque nos permitirá valorar políticamente la intervención que está teniendo el Vicepresidente Segundo del Gobierno en el llamado "caso Dina", así como sus palabras al finalizar el pasado martes el Consejo de Ministros. Empezando por esto último, compareció Pablo Iglesias en la Moncloa, acompañado de la ministra portavoz y de los ministros de Justicia y Transportes, para ofrecernos su particular punto de vista sobre cómo debe actuarse ante las críticas que recibe "cualquiera que tenga presencia pública" y, por tanto, él mismo.

De su comparecencia, me resultó sorprendente que todo un Vicepresidente del Gobierno (que, como suele decirse para representar el poder, dispone del Boletín Oficial del Estado) se queje de que está sufriendo un ataque personal, nada más y nada menos, que del "poder". ¿Es que él mismo no se considera poder?

También me resultó inaudito que todo un Vicepresidente del Gobierno en la batalla mediática por el caso "Dina" hubiera insultado públicamente a un periodista llamándole "tipejo", así como que criticara citando por su nombre y apellidos a un profesional de primerísimo nivel como es Vicente Vallés, al que acusó de "socavar las bases de la democracia" con "la intoxicación".

Con todo, lo que ya me resultó de todo punto increíble fue que añadiese que "se debe naturalizar (sic) que en una democracia avanzada cualquier persona pública o con relevancia esté sometida a la crítica o al insulto en las redes sociales".

No me voy a detener en lo que supone que todo un profesor universitario, aunque eso sí de nivel intermedio, desconozca el significado de la palabra "naturalizar" que utilizó indebidamente en lugar de la que correspondía que era "normalizar". Lo que realmente hace que no salga de mi asombro es que todo un Vicepresidente del Gobierno propugne "normalizar" el insulto como parte del contenido de la crítica política a la que están expuestos los que gestionan los intereses de la ciudadanía.

Y es que insultar es hacer uso de la descalificación como práctica desesperada (así se titulaba el Editorial del periódico El Siglo en su edición del 24 de abril de 2018). Como es sabido, las palabras "insulto" y "descalificación" carecen del más mínimo sentido constructivo, toda vez que son simplemente acciones ofensivas o provocadoras a través de las palabras que pretenden irritar a alguien.

Debo significar para que se vea con claridad mi pensamiento que comparto totalmente la opinión de que los que ocupan las más altas instituciones del Estado tienen el deber de comportarse con la más exquisita ejemplaridad, lo cual implica que están sometidos al nivel más alto de crítica. Y coincido también en la importancia fundamental que tiene la libertad de expresión en una sociedad verdaderamente democrática.

Pero discrepo totalmente del sentir del Vicepresidente de incluir entre el contenido crítico amparado por la libertad de expresión insultos tales como llamar tipejo a Eduardo Inda o "intoxicador" a Vicente Vallés. Expresiones ambas que, lejos de suponer una crítica constructiva que contribuya a la creación de una opinión pública libre, informada, formada y democrática, son verdaderas ofensas que nada aportan a ese proceso.

Defender los insultos como parte de la crítica política revela tal vez que el Vicepresidente posee ese carácter autoritario, intransigente, dogmático, y soberbio, propio de los políticos totalitarios, que necesitan loas permanentes en lugar de discrepancias y que, en vez de debatir con razones, recurren a algo tan poco democrático como son los insultos y las descalificaciones desesperadas.

Y es que por muy benigno que se quiera ser con la costumbre de insultar, no debe perderse de vista que el insulto ha tenido desde siempre muy mal cartel como razonamiento intelectual. Así de los insultos se ha escrito que "son una mezcla de rabia y falta de argumentos"; nuestro Garcilaso de la Vega dijo que "quien insulta pone de manifiesto que carece de argumentos"; el genial Quevedo sentenció que "el insulto es la razón del que razón no tiene". Y Rouseau remató señalando que "las injurias son los argumentos de los que no tienen razón".

Pero, puestos a maliciar, porque este político no da una puntada sin hilo, la estrategia del Vicepresidente pudiera ser que, siendo él una persona fuertemente insultada en las redes sociales por los ciudadanos del montón (cosa que va en el sueldo), haya decidido utilizar su descaro para insultar como arma política. De modo que cuente con alguna justificación que también él insulte, no a los ciudadanos de cuyos votos depende, sino a sus adversarios políticos o sus críticos, que muestran por lo general mayor recato que él y no ofenden ni injurian a sus rivales.