Definitivamente, me encanta el drama. Mi mente, rumiante y con tendencia casi patológica a la observación y la autocrítica -muchas veces constructiva-, con frecuencia llega a esta conclusión. Si algo tiene de bueno el autoanálisis es que también soy consciente de que tengo una facultad que con los años he aprendido a apreciar y a recetar: sé reírme de mí misma. Sienta fenomenal. Lo recomiendo. Así que ahí estaba yo, con el uniforme del teletrabajo -en chándal, vamos- en la puerta de mi casa, con el gesto desencajado oculto detrás de la mascarilla y teniendo que refrenar las ganas de negarme a mí misma tres y mil veces antes de salir corriendo. Al otro lado del umbral, un notificador municipal -imaginemos que con la sonrisa del cazador cuando tiene acorralada a su presa también oculta bajo su máscara- me extendía un sobre con instrucciones. Dentro, una breve llamada a filas con mi nombre impreso para el Día D y la Hora H y un sinfín de detalles de la estrategia a seguir. La democracia me había reclutado y yo no podía reprimir el deseo de desertar.

Confieso que me pilló con el pie cambiado. Que al cerrar la puerta repasé inútilmente cuáles hubiesen sido mis opciones para apartar de mi este cáliz. Vamos, cómo podría haber zafado de esta obligación ciudadana que todos comprendemos de boca para fuera pero para la que no tantos levantarían la mano como voluntarios. ¿Esa no soy yo y no sé cuándo volverá? ¿Lo siento, no recojo ni firmo nada? ¿Creo que trabajo ese día, así que llamen a otra? No lo sé. Miento de pena y me mata la empatía, así que imaginé el alivio de quien me entregaba la "llamada" y se libraba de esta patata caliente. Extendí el brazo, tomé el sobre y me tragué la rabia mientras exhibía toda la diplomacia que me fue posible. En resumen, que estoy pringada. Que el 12 de julio he de presentarme en la mesa electoral para servir al sistema democrático. ¡Vivaaaaa!

Pobre del que le toque. Fue lo primero que pensé cuando, en plena pandemia, se convocaron las elecciones al Parlamento de Galicia. Con el miedo a abandonar la burbuja hogareña todavía en el cuerpo, confieso que me abrí una nota mental a la que más tarde no hice el menor caso: pide el voto por correo. No tengo empacho en reconocer que, con el peso de los días de confinamiento muy presente todavía y en un escenario tan anormal e incierto, el llamamiento a las urnas me resultó difícil de encajar. Espacio cerrado, acumulación de gente... piiiiiiiiiiiii. La alarma saltó sola, como un resorte. Luego pensé que había que relajarse, que tampoco era tanto tiempo y que, con las medidas de seguridad básicas, podía ejercer el derecho al voto tan ricamente. Peor lo tenían esos pobres a los que les tocase estar todo el día en ese ambiente... ¡Han cantado bingo! No me tocaría la cesta de Navidad aunque el azar estuviese indeciso ente dos números, ni encontraría escrito en el palito otro helado gratis por mucho que me hubiese zampado una caja entera. Pero esta...vamos, es que la tenía cantada.

Después de trabajar la noche electoral en las tres últimas convocatorias y de dejarme los ojos al día siguiente en el análisis de cada una de las mesas de la comarca, cuando parecía que los cuadrantes me sonreían con un día libre, mi nombre sale en el sorteo. Ya sé que formar parte de una mesa electoral es una obligación ciudadana y todo eso pero, quien lo haya vivido alguna vez, estará conmigo en que no hay dinero que lo pague. He tenido dos experiencias previas que me permiten asegurarlo. De acuerdo que no es un trabajo que mate a nadie, pero es, simple y llanamente, un tostón. Para qué engañarnos.

Disfruto cada segundo que libro. Será que no tengo mucho tiempo o que mis jornadas laborales no son convencionales: no todos los fines de semana son míos ni tampoco los días que el calendario marca en rojo. Así que, cuando no trabajo, trato de exprimir la libertad al máximo. Por ello, pasar un día libre repasando una lista de nombres o proclamando " vota" se me antoja una tortura. No lo puedo evitar. Si a eso se le suman las circunstancias del momento, la sensación es la de haber sido llamada al paredón.

Siempre defendí que este llamamiento había que abrirlo a quienes, voluntariamente, quisiesen cobrar por trabajar una jornada electoral. Defendí hasta ahora que podría ser un modo más que digno para ganarse un dinero cuando la necesidad aprieta o cuando se lleva tiempo esperando una oportunidad para sumar un ingreso a la cuenta corriente. A mayores, esta vez entiendo que quienes pasen el 12 de julio en un colegio electoral, muchos seguramente contra su voluntad, tendrían que cobrar el triple. Piénsenlo. ¿Quién se sentiría cómodo en esta situación, en el escenario posterior al estado de alarma, con una realidad incierta y los rebrotes acechando? ¡Pero si todavía somos muchos los que aceleramos la marcha en el supermercado o casi nos sentimos sucios si no llevamos un botecito de gel hidroalcohólico en el bolso!

Es una faena, lo pinten como lo pinten. Y, hasta cierto punto, una contradicción: para servir a la democracia, no puedes decidir si aceptas acudir a cumplir este cometido un día por el que nadie te ha preguntado tu opinión en un contexto en que tampoco has podido votar si resulta oportuno o no. Es evidente que alguien tiene que asumir la papeleta -nunca mejor dicho-, pero no es menos cierto que igual podría buscarse un modo menos impositivo de hacerlo. Es por sorteo, vale. Aceptamos pulpo. ¿Y si probamos a preguntar alguna vez quién quiere comprar la rifa? Yo no he comprado nunca boleto y en mi vida como votante, que tampoco es tan larga, ya salió mi nombre del bombo tres veces.

Quizás haya quien se tome el llamamiento a filas con resignación, filosofía o hasta orgullo. Mi yo dramático se prepara como si fuese a partir al frente. Agradece que, por el momento, haya sido llamada en este remplazo como suplente, pero arde de ganas de declararse objetor de conciencia para librarse del reclutamiento. Si pudiese desertar, tendría claro cuáles serían los dos motivos que alegaría ante el tribunal al que tuviese que rendir cuentas: locura transitoria por ansias de libertad y miedo paralizante a un enemigo que se camufla y es tan vil que no dudará en atacar por la espalda. Ahora me toca reírme de mí misma. Mira que eres tremendista. Anda, mete en ese petate tuyo 20 euros para el sorteo del 22 de diciembre y quédate tranquila, que en ese seguro que te toca perder.