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Intrahistoria

Más de una vez he advertido, sobre todo en medios de comunicación y en el lenguaje de algunos políticos, la utilización creciente del vocablo "intrahistoria". El término fue acuñado por Unamuno en su ensayo "En torno al casticismo" (1895), y así se cuida de advertirlo el propio Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) que junto a la entrada "intrahistoria" apostilla: "Voz creada por el escritor español Miguel de Unamuno". Y cuando, con gesto adánico, creó el vocablo, lo hizo, como es lógico, para dar nombre a un concepto, a una idea concreta. Pero aquella significación originaria nada tiene que ver con el sentido que hoy le es atribuido en el lenguaje usual.

En efecto, se usa comúnmente el vocablo "intrahistoria" para referirse a aquellos hechos ocultos o desconocidos que vienen a explicar otro hecho conocido. Los primeros, ocurridos entre bastidores, explican o dan sentido al segundo. O dicho de otro modo, ilustran lo acontecido desvelando una urdimbre ignorada por quienes meramente conocen el hecho visible. En alguna ocasión, también se utiliza el término para contraponer a la realidad oficial y publicada la verdadera que se esconde en la sombra.

Pero estos significados, repito, no se corresponden con el concepto primigenio, tal como don Miguel lo alumbró. El DRAE lo define con acierto y lograda síntesis en su -hasta ahora- única acepción: "Vida tradicional, que sirve de fondo permanente a la historia cambiante y visible". Exacto. A eso es a lo que Unamuno llamó intrahistoria.

Como anticipé, el vocablo, con su prístina significación, lo estrena su creador en el ensayo antes citado. Allí dice el rector salmantino que la intrahistoria es ese "algo que sirve de sustento al perpetuo flujo de las cosas", es la tradición, el "inconsciente de la historia", su "sustancia" y "sedimento." Lo explica Unamuno valiéndose de metáforas marinas muy descriptivas. Hay un fluir de hechos que serían las "olas de la historia" en su constante tránsito por la superficie del mar; es lo que acontece de modo manifiesto, perceptible, aquello de lo que dan cuenta los periódicos, los historiadores. Pero hay otra vida densa y silenciosa "de los millones de hombres sin historia" que viven su vida "cotidiana y eterna, esa labor que como la de las madréporas suboceánicas echa las bases sobre la que se alzan los islotes de la historia." Estos hunden sus raíces en las profundidades abismales donde se acumula la sustancia que va dando forma a la tradición eterna. Esta es la intrahistoria. Se trata, pues, de un limo que, con el paso de los siglos, reposa y se adensa en el fondo de ese océano que es la historia. Allí, en la oscuridad abismal, se esconde silencioso lo que queda y permanece, la esencia, la tradición, "sustancia de la historia"; mientras que en la superficie está lo que pasa, lo que fluye, el ruido

La intrahistoria, en el sentido que hoy se invoca, hace referencia a algo coetáneo del hecho al que se vincula, ocasional, acotado, instantáneo. El concepto originario, sin embargo, tiene un sentido estático, no es transitorio, sino perdurable, y no es superficial, pues se forma en las profundidades por sedimentación de la historia donde se hace tradición.

La historia, en consecuencia, tendría así dos dimensiones. Una visible, superficial, de constante fluir; es la historia de los grandes personajes, reyes, guerreros, gobernantes, sus gestas y hazañas, guerras y tratados. Otra íntima, recóndita, sedimento de historia y vida, que moldea y forja el espíritu de un pueblo. Aun reconociendo diferencias, se han señalado algunas coincidencias entre el concepto de intrahistoria y el "Volksgeist" (espíritu del pueblo) de los románticos alemanes; en ambos conceptos late la idea de un alma colectiva y una cultura como señas de identidad de los pueblos.

Es evidente, por tanto, que el significado con el que hoy se habla de intrahistoria es muy otro del que le fue atribuido en su origen por Unamuno. Pero recordemos que el lenguaje es creación genuinamente democrática, emana directamente del pueblo, su soberano. Es el pueblo quien crea y recrea las palabras, él las sustenta con el uso o las condena a la desaparición con el desuso. Siendo así, nada ha de extrañar que con el tiempo la Academia, Notaria Mayor de la Lengua, termine por incorporar a su diccionario una segunda acepción, la que hoy prima en el uso general, menos densa, acaso más prosaica, pero recreada y acogida por el común de los hablantes, o sea, el pueblo, dueño y señor de la lengua.

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